En sus discursos y alocuciones a los sacerdotes el papa Francisco nos ha advertido con frecuencia del peligro del clericalismo que se expresa, entre otros modos, en el afán por hacer carrera o subir en el «supuesto» organigrama eclesial.
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Dominio público |
Que
en el corazón de todo hombre hay un afán de ser, de poder y de poseer no
necesita demostración Se trata de las tendencias innatas del ser humano que,
cuando se desordenan, se consolidan como «estructuras
de pecado» de las que
habla el magisterio de la Iglesia. Y de estas tendencias del corazón que se
busca a sí mismo sólo nos defiende la gracia de Cristo, la recta intención y la
decidida voluntad de servir a Dios y no pretender servirse de él con motivos de
una aparente espiritualidad que olvida el principio fundamental de la vida
cristiana: negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguir a Cristo.
En el evangelio de hoy tenemos un ejemplo de que estas tendencias estaban vivas en los apóstoles. Cuando Jesús, que caminaba con ellos, anuncia que debe sufrir la muerte para resucitar al tercer día, el evangelista dice que no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle. Una vez en casa, Jesús les pregunta sobre lo que hablaban por el camino, y ellos «callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9,34).
Es obvio que se
avergonzaban del objeto de su deseo: ser importante o el primero. También entre
ellos había sus aspiraciones. Y Jesús, adivinando sus pensamientos, les dio:
«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos» (Mc 9,38). Y esto es sin duda difícil de cumplir y lo más opuesto al ansia
de poder. Esta tentación —la del poder—no se evita pensando que el poder en la
Iglesia es un poder espiritual, porque sabemos bien hasta qué punto lo
espiritual puede llegar a ser mundano y tan peligroso como el simple poder
temporal.
Madeleine Delbrel, una laica francesa en proceso de canonización, decía que el sacerdote tenía dos vidas: una divina y otra humana. Pero añadía que, con frecuencia, otra vida se interponía entre las dos y las deterioraba, la que ella llamaba el «medio clerical»: «Su vocabulario, su manera de vivir, su forma de llamar las cosas, su gusto de los pequeños intereses y de las pequeñas disputas de influencia, todo esto le fabrica una máscara que nos oculta dolorosamente el sacerdote». Así es: de esto nos advierte Jesús cuando nos invita al servicio limpio y desinteresado, sea donde sea.
Sin intrigas ni
maniobras para lograr un puesto u otro; sin ocultas intenciones para llegar a
ser el primero. «Quien quiera ser el primero —dice Jesús— que sea el último de
todos y el servidor de todos».
Sólo entonces, cuando somos capaces de acoger a un niño y servirle con todas
nuestras energías, como hace y dice Jesús, podemos decir que la vida divina se
trasparenta en nuestra condición humana y aparece el verdadero rostro del
sacerdote, que, como su Señor, no ha venido a ser servido sino a servir y dar
la vida por sus hermanos. Es muy posible que, si todos viviéramos así, habría
más jóvenes dispuestos a seguirnos y empeñar sus vidas en el seguimiento de
Cristo. He aquí la tarea más hermosa que el hombre puede imaginar en esta
tierra.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia