Guillermo pasó una década sacando chicos de las bandas: «Si abandonaban, tenían los días contados»
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El sacerdote Guillermo
María Alberto pertenece al Camino Neocatecumenal y
es el párroco de Santa Teresa en Ceuta (España). Antes de llegar a la ciudad
autónoma estuvo durante una década en Caracas (Venezuela). Donde llevó el Evangelio a algunas
de las barriadas más castigadas por la delincuencia. María Valverde, en El Faro de Ceuta,
cuenta su historia.
"Allí actúan muchas bandas que se dedican a la delincuencia y
al narcotráfico. Son los que gobiernan. Los puntos de referencia de un joven entre 14 y 16 años son
ellas y ser el capo", explica. "La vida de un chico en un barrio
de Caracas es muy corta porque se meten en muchos problemas. Después, por los
llamados ajustes de cuentas, son ajusticiados", detalla.
Se escuchaban tiros y
tenía miedo
El medio que utilizó durante años el padre Guillermo para sacar de la calle a los más
jóvenes fue la educación, especialmente, de la mano de la Fundación Ciudad
Esperanza. Que imparte cursos de formación profesional para alejar
a los chicos de la violencia.
[Su
fundador fue el padre Antonio María Zubía, que vivió en Catia, Caracas, desde
1989, junto con dos familias misioneras enviadas por el Papa Juan Pablo II.
El resultado de esta labor se ve reflejada en cifras. La zona ha reducido
el número de muertes violentas. Ha pasado de 56 en 1996 a una media de tres
desde el año 2001].
"Intentábamos enseñarles un oficio, para que el chaval
tuviese una esperanza en la vida, y viera que lo más importante no era estar en una banda, sino tener unos
valores que le ayudasen a vivir bien", comenta el sacerdote español.
El propio Guillermo se encargaba de acercarse a ellos al pasear
por las calles. "Podía pasar en circunstancias muy dispares. Me encontraba a un grupo de
chavales y me paraba a hablar con ellos. Algunos se interesaban",
señala. Pero, a pesar de ello, no era una tarea sencilla convencerles de que la
educación podía ser una puerta hacia la tranquilidad.
"Era muy complicado porque del mundo de las drogas y de la
delincuencia no es fácil salir. Cuando una persona está muy metida, en según
qué contextos, y más esos, es muy duro porque después la ley del barrio se
impone", cuenta. "Si
salen de una banda, en ese contexto, tienen, como quien dice, los días contados.
Temen si dices algo, con quien vas a hablar, con quién no lo vas a hacer. Es
muy difícil salir", recuerda.
Además, vivir allí no era nada sencillo. "Chocaba un poco esa
forma de vida. Al principio no es fácil. Se escuchaban a menudo tiros. Soy también de carne y hueso, y
también me daban miedo esas cosas", comenta. "La mentalidad de
una persona en ese contexto no tiene sentido, si se me permite la expresión.
Hay que entrar en el modo en el que piensan ellos", reconoce el sacerdote.
Para Guillermo, su mejor arma era la escucha. "La pastoral
que yo tenía era lo que el Papa Francisco llama la de 'la oreja', es decir,
escuchar a la gente porque esta te explica y te dice", comenta. "El
barrio no podía permitirse muertos. Tuvimos el caso de un chaval, Mario, con 17
años. Por robar un
teléfono delante de la madre lo mataron con un tiro en la cabeza, las cosas
allí eran así de crudas. Suena un poco a esa expresión de que la realidad
supera la ficción", explica.
Para atraerlos, Guillermo recurría a la situación personal de cada
uno. "Creo que nadie es feliz haciendo el mal. Eso es una experiencia que
he visto siempre", cuenta. Este enfoque, además, es el que trasladaba a
los seminaristas que tenía a su cargo. "Les decía a los chavales que no
pensaran que por querer
entrar en el seminario eran mejores que los que estaban en la calle, porque
no era así. La circunstancia los ha llevado a eso, pero ello no los hace
peores. La situación de cada uno no determina su bondad o maldad", señala.
Esta filosofía le llevó, incluso, a relacionarse con uno de los
capos, un vínculo que sirvió para evitar muchas desgracias. "Él me ayudó en el sentido de que
no se tomaran represalias contra los chicos que decidían dejar ese mundo",
dice. Fue en el funeral de su propio hijo, cuando Guillermo contactó con él.
"Se murió por un ajuste de cuentas", recuerda.
La fe puede cambiar
vidas
"Eso me
permitía a mí cierta libertad para parar en momentos de guerra, porque,
especialmente en este barrio, los números de muertos por la violencia son muy
elevados", comenta. "Hay un dicho que dice que hay que aliarse a
veces con el diablo para hacer el bien. No todo vale, pero sí que para estas
circunstancias, donde primaba salvar vidas, me permitía el lujo de decirle que
ello no convenía, que lo que interesaba era la paz del barrio", relata.
"A veces me escuchaba y se podía contener. Otras, por otros
intereses, ahí ya no podía", añade sobre su trato con aquel capo. Para
Guillermo, la fe puede cambiarlo todo. "Jesucristo tiene el poder de
cambiar la vida de las personas porque lo he visto. Fui testigo de eso no solamente
en mi vida sino también allí en el barrio… tanta gente que vi en la parroquia, con una vida masacrada
y que realmente pudieron dejar la delincuencia y la violencia",
explica.
El sacerdote, además, solía ver luz allí donde otros solo veían
pobreza o miseria. "No sirve de nada ayudar desde un punto de vista
social si no ayudamos a la persona. Si se hace todo, lo demás también viene por añadidura",
explica.
El barrio era un lugar donde la mano de Dios se podía ver.
"Era una zona muy necesitaba, ayudar a los demás y ver su sufrimiento en
tantas circunstancias difíciles… Era gratificante ver cómo en medio de todo ello veía que Dios
acontecía muy humildemente. Se tenían pequeñas gratificaciones al ver cómo
la gente, con muy poco, lo agradecía", relata. Una experiencia, sin duda,
difícil de aprender en cualquier aula.
"Ante el sufrimiento atroz, lo veía en los inocentes... lo
que me producía era ponerme de rodillas ante ellos", cuenta, y rememora
una historia que nunca borra de su cabeza, la de Valentina. "Era una niña
de 7 u 8 años. Una semana
la vi en misa y, al día siguiente, supe que se suicidó. Después me enteré
de que era abusada por un familiar directo", relata. Guillermo, además,
vio a la madre sufrir y perder la fe, y aquello le marcó a él también.
El sacerdote Guillermo
María Alberto pertenece al Camino Neocatecumenal y
es el párroco de Santa Teresa en Ceuta (España). Antes de llegar a la ciudad
autónoma estuvo durante una década en Caracas (Venezuela). Donde llevó el Evangelio a algunas
de las barriadas más castigadas por la delincuencia. María Valverde, en El Faro de Ceuta,
cuenta su historia.
"Allí actúan muchas bandas que se dedican a la delincuencia y
al narcotráfico. Son los que gobiernan. Los puntos de referencia de un joven entre 14 y 16 años son
ellas y ser el capo", explica. "La vida de un chico en un barrio
de Caracas es muy corta porque se meten en muchos problemas. Después, por los
llamados ajustes de cuentas, son ajusticiados", detalla.
Se escuchaban tiros y
tenía miedo
El medio que utilizó durante años el padre Guillermo para sacar de la calle a los más
jóvenes fue la educación, especialmente, de la mano de la Fundación Ciudad
Esperanza. Que imparte cursos de formación profesional para alejar
a los chicos de la violencia.
[Su
fundador fue el padre Antonio María Zubía, que vivió en Catia, Caracas, desde
1989, junto con dos familias misioneras enviadas por el Papa Juan Pablo II.
El resultado de esta labor se ve reflejada en cifras. La zona ha reducido
el número de muertes violentas. Ha pasado de 56 en 1996 a una media de tres
desde el año 2001].
"Intentábamos enseñarles un oficio, para que el chaval
tuviese una esperanza en la vida, y viera que lo más importante no era estar en una banda, sino tener unos
valores que le ayudasen a vivir bien", comenta el sacerdote español.
El propio Guillermo se encargaba de acercarse a ellos al pasear
por las calles. "Podía pasar en circunstancias muy dispares. Me encontraba a un grupo de
chavales y me paraba a hablar con ellos. Algunos se interesaban",
señala. Pero, a pesar de ello, no era una tarea sencilla convencerles de que la
educación podía ser una puerta hacia la tranquilidad.
"Era muy complicado porque del mundo de las drogas y de la
delincuencia no es fácil salir. Cuando una persona está muy metida, en según
qué contextos, y más esos, es muy duro porque después la ley del barrio se
impone", cuenta. "Si
salen de una banda, en ese contexto, tienen, como quien dice, los días contados.
Temen si dices algo, con quien vas a hablar, con quién no lo vas a hacer. Es
muy difícil salir", recuerda.
Además, vivir allí no era nada sencillo. "Chocaba un poco esa
forma de vida. Al principio no es fácil. Se escuchaban a menudo tiros. Soy también de carne y hueso, y
también me daban miedo esas cosas", comenta. "La mentalidad de
una persona en ese contexto no tiene sentido, si se me permite la expresión.
Hay que entrar en el modo en el que piensan ellos", reconoce el sacerdote.
Para Guillermo, su mejor arma era la escucha. "La pastoral
que yo tenía era lo que el Papa Francisco llama la de 'la oreja', es decir,
escuchar a la gente porque esta te explica y te dice", comenta. "El
barrio no podía permitirse muertos. Tuvimos el caso de un chaval, Mario, con 17
años. Por robar un
teléfono delante de la madre lo mataron con un tiro en la cabeza, las cosas
allí eran así de crudas. Suena un poco a esa expresión de que la realidad
supera la ficción", explica.
Para atraerlos, Guillermo recurría a la situación personal de cada
uno. "Creo que nadie es feliz haciendo el mal. Eso es una experiencia que
he visto siempre", cuenta. Este enfoque, además, es el que trasladaba a
los seminaristas que tenía a su cargo. "Les decía a los chavales que no pensaran que por querer entrar en el
seminario eran mejores que los que estaban en la calle, porque no era así.
La circunstancia los ha llevado a eso, pero ello no los hace peores. La
situación de cada uno no determina su bondad o maldad", señala.
Esta filosofía le llevó, incluso, a relacionarse con uno de los
capos, un vínculo que sirvió para evitar muchas desgracias. "Él me ayudó en el sentido de que
no se tomaran represalias contra los chicos que decidían dejar ese mundo",
dice. Fue en el funeral de su propio hijo, cuando Guillermo contactó con él.
"Se murió por un ajuste de cuentas", recuerda.
La fe puede cambiar
vidas
"Eso me
permitía a mí cierta libertad para parar en momentos de guerra, porque,
especialmente en este barrio, los números de muertos por la violencia son muy
elevados", comenta. "Hay un dicho que dice que hay que aliarse a
veces con el diablo para hacer el bien. No todo vale, pero sí que para estas
circunstancias, donde primaba salvar vidas, me permitía el lujo de decirle que
ello no convenía, que lo que interesaba era la paz del barrio", relata.
"A veces me escuchaba y se podía contener. Otras, por otros
intereses, ahí ya no podía", añade sobre su trato con aquel capo. Para
Guillermo, la fe puede cambiarlo todo. "Jesucristo tiene el poder de
cambiar la vida de las personas porque lo he visto. Fui testigo de eso no
solamente en mi vida sino también allí en el barrio… tanta gente que vi en la parroquia, con una vida masacrada
y que realmente pudieron dejar la delincuencia y la violencia",
explica.
El sacerdote, además, solía ver luz allí donde otros solo veían
pobreza o miseria. "No sirve de nada ayudar desde un punto de vista
social si no ayudamos a la persona. Si se hace todo, lo demás también viene por añadidura",
explica.
El barrio era un lugar donde la mano de Dios se podía ver.
"Era una zona muy necesitaba, ayudar a los demás y ver su sufrimiento en
tantas circunstancias difíciles… Era gratificante ver cómo en medio de todo ello veía que Dios
acontecía muy humildemente. Se tenían pequeñas gratificaciones al ver cómo
la gente, con muy poco, lo agradecía", relata. Una experiencia, sin duda,
difícil de aprender en cualquier aula.
"Ante el sufrimiento atroz, lo veía en los inocentes... lo
que me producía era ponerme de rodillas ante ellos", cuenta, y rememora
una historia que nunca borra de su cabeza, la de Valentina. "Era una niña
de 7 u 8 años. Una semana
la vi en misa y, al día siguiente, supe que se suicidó. Después me enteré
de que era abusada por un familiar directo", relata. Guillermo, además,
vio a la madre sufrir y perder la fe, y aquello le marcó a él también.
"La fe no es
algo mágico. Es un proceso", reflexiona. "La gente me decía que
siendo yo español cómo es que está aquí en este barrio. Les respondía que no
estaba allí porque quisiera sino porque Dios lo quería", comenta el
sacerdote.
Aunque, muchas veces, él mismo se preguntaba qué hacía allí.
"Estoy malgastando el tiempo, la vida… pero pensaba muchas veces que las
personas me agradecían que estuviéramos presentes. No me sentía como un supermán o un gran héroe. Iba a ayudar a
esa gente igual que lo estoy haciendo aquí", concluye.
Puedes escuchar aquí el testimonio del sacerdote Guillermo María.
Fuente: Religión en Libertad