La próxima vez que te ates los zapatos, recuerda que no vas a salir simplemente a correr. Estás emprendiendo una tarea espiritual para ti y tus seres queridos
Shutterstock I Patryk Kosmider |
Para
muchos católicos, el acto de correr o trotar trasciende lo físico. Si corres al
aire libre, tu paso diario puede convertirse en un asunto contemplativo. Si
estás en una cinta de correr, tu actividad puede convertirse en una meditación
en movimiento. Pero ya sea en interiores o al aire libre, correr puede ser
fácilmente una oportunidad para encontrarte a ti mismo, para profundizar en tu
carácter y tu fe. Por supuesto, la oración y la asistencia a misa son
fundamentales para nuestra vida espiritual, pero tal vez no sea sorprendente
que correr ofrezca una vía interesante para la reflexión y el
crecimiento.
La
fe católica enfatiza la perseverancia y la superación de los desafíos. San
Pablo nos recuerda en su carta a los Filipenses: “Todo lo puedo en aquel que me
fortalece” ( Filipenses 4:13 ). Correr
encarna este espíritu. A medida que superamos la fatiga, nuestros
cuerpos y nuestra determinación se fortalecen, lo que refleja el crecimiento de
nuestra determinación. Cada carrera completada, ya sea un trote corto o una
hazaña de larga distancia, se convierte en un testimonio de nuestra
determinación y un recordatorio del poder inquebrantable de Dios que nos
sostiene.
Correr como
abnegación
Así
como Jesús ayunó durante 40 días y 40 noches en el desierto, un corredor
practica una forma de abnegación . Renunciamos a la comodidad y superamos los
límites físicos. Esta disciplina refleja el concepto de mayordomía: el cuidado
del cuerpo, templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19). Al cuidar nuestro
bienestar físico, demostramos gratitud por el regalo de la vida de Dios .
Correr
también cultiva la atención y la concentración. A medida que
encontramos nuestro ritmo, los pensamientos repetitivos se desvanecen. Con el
tiempo entramos en un estado de presencia consciente, uno al que podemos
recurrir cuando necesitamos meditar y orar. El aquietamiento de la mente que
descubrimos al correr nos abre a una apreciación diferente de la belleza de la
creación: el amanecer al correr por la mañana o los colores cambiantes de las
hojas al trotar en otoño. Correr nos da la oportunidad de estar presentes en el
momento, una práctica que está en el centro de las enseñanzas católicas sobre
la atención y la gratitud.
Correr como
acto de amor
Además, cuidar
nuestra salud física es un acto de amor hacia nuestras familias . Esta
dimensión de la actividad física a menudo se olvida o simplemente se descarta.
Pero es cierto que al mantenernos activos aumentamos nuestras
posibilidades de vivir una vida larga y saludable, permitiéndonos pasar más
tiempo precioso con nuestros seres queridos aquí en la Tierra. Esto está en
consonancia con el valor católico de valorar a la familia y fomentar vínculos
fuertes. Cada carrera se convierte en una inversión en un futuro lleno de
experiencias compartidas y recuerdos preciados.
En
definitiva, correr se convierte en una metáfora de nuestro viaje
espiritual. Encontramos obstáculos, celebramos victorias y salimos
más fuertes con cada paso. Es una manera de conectarnos con la creación de
Dios, desarrollar fuerza interior y apreciar el regalo de la vida que
compartimos con nuestras familias.
La
próxima vez que te ates los zapatos, recuerda que no sólo vas a salir a correr:
estás emprendiendo una tarea espiritual para ti y tus seres queridos.
Daniel Esparza
Fuente: Aleteia