Hay imágenes utilizadas por Jesús que sorprenden por su sencillez y profundidad. No son meros símbolos. Describen realidades que superan la percepción de los sentidos.
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Dominio público |
La
imagen de la vid y los sarmientos era familiar en el pueblo judío que tenía en
la vid uno de los productos más queridos de su tierra. Y no sólo por el vino
que proporcionaba, sino porque la vid, en sí misma, era símbolo del pueblo
elegido. Por eso estaba esculpida en el frontispicio del templo. Cualquier
agricultor podía entender a Jesús cuando describe la relación entre él y sus
discípulos con la imagen de la vid y los sarmientos. En las laderas que
descienden hacia el torrente Cedrón, o circundan los valles del Tiropeón y de
Hinón había vides, se recolectaba el fruto y se quemaban en grandes hogueras
los sarmientos secos. De ahí viene la idea de la Gehena como lugar de
condenación al fuego eterno.
Si
leemos desde este trasfondo las palabras de Jesús que describen su relación con
los suyos, descubrimos su convicción de que entre él y nosotros discurre una
misma vida, la que nos trae de Dios, sin la cual seríamos sarmientos secos. La
referencia a la poda que su Padre hace para que la viña dé frutos abundantes
fortalece aún más la idea de que Dios interviene en Cristo para hacer crecer
nuestra relación con él de modo permanente. Dios nos quiere más unidos a él,
más fecundos, más conformados a su imagen. Si la vid no se entiende sin
sarmientos, los sarmientos no existen sin la vid.
Esta
forma tan plástica de presentar la unión de Cristo y el cristiano es ajena a la
abstracción de otras descripciones de la vida cristiana. Pablo habla de «vivir
en Cristo» y de «Cristo que vive en mí». Son fórmulas clásicas de la
espiritualidad cristiana. Dicen lo mismo que la imagen de la vida y los
sarmientos, pero carecen de la plasticidad, que entra por los ojos, de una vid
cargada de racimos. Esto nos conduce a una comprensión más «realista» de la
estrecha relación entre Jesús y los discípulos. Una misma savia corre por
nuestras vidas y la de Cristo.
Por
ello, nuestra relación con él es «vital», del mismo modo que los frutos de
dicha relación son también vitales, es decir, alcanzan todas las dimensiones del
ser humano. Jesús no se mueve, por tanto, en el mundo de las ideas, sino en el
de las realidades concretas: el grano de mostaza y de trigo, la levadura, la
luz que se enciende, la sal, los lirios del campo y los pájaros del cielo.
Parece como si tomara en sus manos la creación entera para explicarnos nuestro
ser en relación con el suyo. Toma la creación y nos la devuelve como criterio
de interpretación de la vida que fluye entre él y nosotros. Este realismo tan
sobrenatural impide ideologizar su enseñanza y convertirla en una abstracción
sin arraigo en nuestra naturaleza humana.
Al hablarnos así es imposible no pensar en que
el Verbo se hizo carne; y la carne, la que pertenece a esta creación, es el
vehículo para explicar lo divino, lo sobrenatural. Jesús nos viene a decir que,
con palabras de Péguy, «lo
sobrenatural es también carnal».
Se explica, por tanto, que Dios nos pode como buen agricultor para que demos fruto
abundante. ¿No es esto, en realidad, a lo que el hombre aspira? ¿No deseamos
ser fecundos? ¿O nos contentaríamos con ser sarmientos secos?
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia