El misionero español P. Alexandre Alapont tenía planeado partir a la Casa del Padre desde su tierra de adopción, Zimbabwe, adonde llegó en 1957, un año después de ser ordenado sacerdote. Pertenecía al Instituto Español de Misiones Extranjeras (IEME).
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El P. Alexandre Alapont, junto al Arzobispo de Valencia, Mons. Enrique Benavent, Crédito: AVAN. Dominio público |
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residía desde hace unos años, cuando llegó muy enfermo “casi muerto”, según
subraya el delegado diocesano de misiones, P. Arturo Javier García, a ACI
Prensa. Con los cuidados necesarios, “luego se recuperó y volvió a andar”, pero
ya no retornó a África.
Su
deseo de haber ofrecido su último aliento en Zimbabwe no era retórico. Lo dejó
planeado a conciencia.
Así
lo refiere el P. Carmelo Pérez-Adrados, quien ha compartido con ACI Prensa el
breve opúsculo que es costumbre escribir entre los misioneros cuando uno
fallece: “Como yo era el más joven, me dio tierra de su pueblo, La Alcudia
-Valencia- para derramarla junto a la de los nambias, y el texto que debía
escribir en su epitafio”.
El
P. Pérez-Adrados es también miembro del IEME y conoció la fatal noticia en Manila
(Filipinas), donde estaba recibiendo una formación junto a otros misioneros.
Entonces recordó su llegada a Zimbabue en 1988.
Allí
coincidió con el P. Alapont, al que recuerda “pequeño de estatura” y de quien
captó enseguida “la madera con la que estaba hecho: todo pasión, optimismo y
entusiasmo por la misión, con una clara opción por los pobres más pobres, con
sus amados nambias, un pueblo en el noroeste de Zimbabwe en un número de
40.000, ignorado y poco valorado”.
Antes
de estar este pueblo, el P. Alapont realizó una primera evangelización en la
región de Gokwe y en Kana, donde, según recuerda el P. Pérez-Adrados “recibía a
los nuevos misioneros del IEME y los introducía al país, a la cultura de esos
pueblos, imbuyéndoles de amor a esas gentes”.
Sin
embargo, subraya, “donde más años estuvo y desplegó toda su madurez como
misionero fue con los ya mencionados nambias”.
De
esta dedicación habla de manera elocuente que el P. Alapont dedicó cerca de 30
años a estudiar la lengua local (nambia) para traducir el Misal Romano y la
Biblia, que vendía “por 5 dólares americanos o una gallina”.
No
fue el único idioma que aprendió para poder difundir la Palabra, pues también
aprendió el nyanja, el shona y el portugués. La
afición le venía de antiguo, pues a los 18 años puso empeño en aprender la
gramática y la escritura del valenciano, el idioma regional que se hablaba en
su hogar.
Esta
magna obra intelectual podría dar la impresión de que se trataba de “un hombre
de gabinete rodeado de libros en una habitación y saliendo sólo a lo más
imprescindible”. Sin embargo, fue fruto de su disciplina férrea: “Su trabajo
como traductor lo realizaba metódicamente, después de cenar especialmente, ya
que durante el día era ese pastor con ‘olor a oveja’ en expresión del Papa
Francisco”, detalla el P. Pérez-Adrados.
De
su personalidad, destaca además “su bondad natural, inocente en el buen sentido
de la palabra, siempre dándote la acogida y la palabra oportuna, y por nada del
mundo una palabra hiriente, ni siquiera irónica”. Por otro lado, se trataba de
una persona optimista que veía el lado positivo de las cosas.
El
Arzobispo de Valencia, Mons. Enrique Benavent, celebró la misa exequial por el
eterno descanso del P. Alapont.
Por Nicolás
de Cárdenas
Fuente: ACI