La parábola sobre el perdón, proclamada en el Evangelio de hoy, parte de una pregunta que Pedro hace a Jesús: «¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿hasta siete veces?».
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| Dominio público |
Posiblemente detrás de esta respuesta se halla un texto del Génesis sobre los deseos
de venganza de Lamec: «Caín
será vengado siete veces, y Lamec setenta y siete»
(Gn 4,24). Si fuera así, Jesús presenta la exigencia de perdonar siempre
y evitar la venganza. Esta enseñanza es la que tenemos en el sermón de la
montaña. Frente al ojo por ojo y diente por diente, Jesús propone el amor
incondicional a semejanza del Padre de los cielos.
También en la parábola de hoy Jesús pone
a Dios como modelo y lo hace con una llamativa hipérbole que resalta la
diferencia del comportamiento entre Dios y los hombres. Lo que el siervo debía
a su señor era la cantidad de 10.000 talentos. En cambio, lo que el siervo malo
debía a su compañero era 100 denarios. Un denario era la cantidad de un jornal
del trabajador; y un talento equivalía a seis mil denarios más o menos. El
siervo sin entrañas debía, por tanto, a su señor la cifra desorbitante de
sesenta millones de denarios, algo imposible de restituir. Se comprende, pues,
que la actitud del siervo con su compañero sea una injusticia que clama al
cielo, por lo que es denunciado ante su señor.
Que Jesús ha usado esta hipérbole
con fines pedagógicos para resaltar el perdón infinito de Dios es indudable.
Dios no pone límite de veces al ejercicio de su misericordia, pues está siempre
dispuesto al perdón. El hombre, por su parte, lleva cuenta de las veces que
perdona con la mezquindad del siervo, el cual, cogiendo por el cuello a su
compañero, le ahoga diciendo: «págame
lo que me debes». No
cabe duda de que, también en esta exageración, Jesús carga las tintas para
describir la iniquidad del hombre que fácilmente olvida la misericordia que
Dios tuvo con él.
Para un cristiano, la exigencia moral del perdón tiene como referencia lo que Dios ha hecho con él, no solo al perdonarle todas sus faltas, sino al regenerarlo de forma que, para Dios, es como si no hubiesen existido. Dios crea y recrea. En cada acto de su misericordia, Dios renueva al hombre y le sitúa en disposición de empezar el camino hacia la santidad. No lleva cuentas del mal, aunque, atendiendo al final de la parábola, sí lleva cuentas del perdón que dispensamos a quienes nos han ofendido. La alusión a que Dios hará con nosotros lo mismo que hizo el señor con el siervo que no perdonó, no es una amenaza ni una especia de «chantaje» espiritual para evitar un castigo.
Es, más bien, una llamada de atención para que nunca olvidemos
nuestra condición de hijos de Dios. No somos siervos, sino hijos, y de un hijo
se espera, como es natural, un comportamiento semejante al del Padre cuando se
trata de perdonar a un hermano. Esta es la grandeza de la redención: Si Dios
nos ha entregado a su único Hijo para perdonar todo pecado, solo hay un camino
moral que corresponda a la acción de Dios: el perdón. Somos nosotros mismos
quienes, al recitar el Padrenuestro, ponemos como condición a Dios que «perdone nuestras ofensas
como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Nos atamos las manos orando así, no cabe duda. Pero sabemos que nos atamos
también a la infinita paciencia y misericordia de Dios con nosotros. En lugar
de preguntar a Jesús cuántas veces debemos perdonar, es mejor preguntarle
cuántas veces nos ha perdonado.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia
