Este Viernes Santo, 7 de abril, el Papa Francisco presidió la Celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro del Vaticano
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Homilía del Cardenal Cantalamessa este Viernes Santo. Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa |
La homilía,
como cada año, corrió a cargo del Predicador de la Casa Pontificia, el Cardenal
Raniero Cantalamessa.
A continuación,
la homilía de este Viernes Santo:
Desde hace dos
mil años, la Iglesia anuncia y celebra, en este día, la muerte del Hijo de Dios
en la cruz. En cada Misa, después de la consagración, repetimos: “Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús”.
Otra muerte de
Dios, sin embargo, ha sido proclamada durante más de un siglo en nuestro mundo
occidental descristianizado. Cuando, en el ámbito de la cultura, se habla de la
"muerte de Dios", es esta otra muerte de Dios -ideológica y no
histórica- que se entiende. Algunos teólogos, para no quedarse atrás, se
apresuraron a construir sobre ella una teología: "La teología de la muerte
de Dios".
No podemos
desconocer la existencia de esta narrativa diferente, sin dejar presa de la
sospecha a muchos creyentes. Esta muerte diferente de Dios ha encontrado su
perfecta expresión en la conocida proclama que Nietzsche pone en boca del
"hombre loco" que llega sin aliento a la plaza de la ciudad:
¿A dónde se ha
ido Dios? -gritó- ¡Te lo diré yo! Fuimos nosotros quienes lo matamos: ¡tú y yo!
Nunca hubo una acción más grande. Todos los que vengan después de nosotros, en
virtud de esta acción, pertenecerán a una historia más alta que cualquier
historia que haya existido hasta ahora.
En la lógica de
estas palabras - y, creo, en las expectativas del autor - estaba que, después
de él, la historia no se dividiera más en Antes de Cristo y Después de Cristo,
más bien en Antes de Nietzsche y Después de Nietzsche.
Aparentemente,
no es la Nada lo que se pone en el lugar de Dios, sino el hombre, y más
precisamente el "superhombre", o "el más-allá-del-hombre".
De este hombre nuevo hay que exclamar ahora – con un sentimiento de
satisfacción y de orgullo, no ya de compasión: “¡Ecce homo!”: ¡Aquí está el
verdadero hombre! Sin embargo, no tardaremos mucho en darnos cuenta de
que, dejado a sí mismo, el hombre no es nada.
¿Qué hicimos
desatando esta tierra de la cadena de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Adónde
caminamos? ¿Lejos de todo sol? ¿No es la nuestra una caída eterna? ¿Y hacia
atrás, hacia los lados, hacia adelante, de todos lados? ¿Hay todavía un arriba
y un abajo? ¿No estamos vagando como por una nada infinita?
La respuesta
tácita y consoladora del "hombre loco" a estas preguntas suyas es:
"¡No, no vagaremos en una nada infinita, porque el hombre cumplirá la
tarea encomendada hasta ahora a Dios!" En cambio, nuestra respuesta como
creyentes es: “¡Sí, y eso es exactamente lo que sucedió y está sucediendo! Vagamos
espiritualmente como por una nada infinita”. Es significativo que, precisamente
en la estela del autor de esa proclama, algunos hayan llegado a definir la
existencia humana como un "ser-para-la-muerte", y a considerar todas
las supuestas posibilidades del hombre como "nulidades desde el
principio".
“Más allá del
bien y del mal”, fue otro grito de batalla del autor[3]; pero más allá del bien
y del mal, solo hay “voluntad de poder”, y sabemos adónde ella nos
lleva…
No se nos
permite juzgar el corazón de un hombre que solo Dios conoce. Incluso el autor
de ese anuncio ha tenido su parte de sufrimiento en la vida, y el sufrimiento
une a Cristo, quizás, más de lo que lo separan de Él las invectivas. La oración
de Jesús en la cruz: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas
23,34), ¡no fue dicha sólo para los que estaban presentes en el Calvario ese
día!
Me viene a la
mente una imagen que a veces he observado en vivo (¡y que espero se haya hecho
realidad, mientras tanto, para el autor de aquella proclama!): un niño enfadado
intenta golpear con sus manos y rascar la cara del padre, hasta que, agotado,
cae llorando en sus brazos, quien lo calma y lo estrecha contra su
pecho.
No juzgamos,
repito, a la persona que sólo Dios conoce. Los frutos, sin embargo, que su
proclamación produjo, los podemos y debemos juzgar. Ella ha sido declinada de
las más diversas maneras y con los más diversos nombres, hasta convertirse en
una moda, en un aire que se respira en los círculos intelectuales del Occidente
“posmoderno”. El denominador común de todas estas diferentes declinaciones es
el relativismo total en todos los campos: ética, lenguaje, filosofía, arte y,
por supuesto, religión. Nada más es sólido; todo es líquido, o incluso
vaporoso. En la época del romanticismo la gente se deleitaba en la melancolía,
hoy en el nihilismo.
Como creyentes,
es nuestro deber mostrar lo que hay detrás o debajo de esa proclamación. Hay el
brillo de una llama antigua, la repentina erupción de un volcán activo desde el
principio del mundo. El drama humano también tuvo su "prólogo en el
cielo", en ese "espíritu de negación" que no aceptaba existir en
la gracia de otro. Desde entonces, ha estado reclutando seguidores para
su causa, empezando por los ingenuos Adán y Eva: “Seréis como dioses,
conocedores del bien y del mal” (Genesis 3,5).
Para el hombre
moderno, todo esto no parece más que un mito etiológico para explicar la existencia
del mal en el mundo. Y -en el sentido positivo que se le da hoy al mito- ¡así
es en realidad! Pero la historia, la literatura y nuestra propia experiencia
personal nos dicen que detrás de este "mito" hay una verdad
trascendente que ninguna narración histórica o razonamiento filosófico podría
transmitirnos.
Dios conoce
nuestro orgullo y ha venido a nuestro encuentro. Él se ha “aniquilado” primero
delante nuestros ojos. De hecho Cristo Jesús, siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí
mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y
así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. (Fil 2, 6-8).
"¿Dios?
¡Fuimos nosotros quienes lo matamos: tú y yo!”: grita “el hombre loco”. Esta
cosa terrible en realidad sucedió una vez en la historia humana, pero en un
sentido muy diferente de lo qué él entendía.
Porque es
verdad, hermanos y hermanas: ¡fuimos nosotros, vosotros y yo, quienes matamos a
Jesús de Nazaret! El murió por nuestros pecados y por los del mundo entero (Jn
2,2). Pero su resurrección nos asegura que este camino no conduce a la derrota,
sino que, gracias a nuestro arrepentimiento, conduce a esa "apoteosis de
la vida", buscada en vano por otros caminos.
¿Por qué hablar
de todo esto en una liturgia de Viernes Santo? No para convencer a los ateos de
que Dios no está muerto. Los más famosos entre ellos lo descubrieron por su
cuenta, en el momento en que cerraron los ojos a la luz -de hecho, a la
oscuridad- de este mundo.
En cuanto a
aquellos que todavía están entre nosotros, se necesitan otros medios que las
palabras de un pobre predicador. Medios que el Señor no fallará otorgar a los
que tienen el corazón abierto a la verdad, como le pediremos a Dios en la
oración universal que va a seguir en nuestra liturgia.
No, el
verdadero motivo es otro; es para evitar que los creyentes, quién sabe, tal vez
solo unos pocos estudiantes universitarios, sean arrastrados a este vórtice del
nihilismo que es el verdadero "agujero negro" del universo
espiritual. El intento es de hacer resonar entre nosotros la exhortación
siempre actual de Dante Alighieri:
Sed, oh
cristianos, en moveros más graves. No seáis como pluma a todo viento y no
penséis que cada agua os lave.
Sigamos pues,
Venerados Padres, hermanos y hermanas, repitiendo agradecidos y más convencidos
que nunca, las palabras que proclamamos en cada Misa:
Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección.
¡Ven, Señor
Jesús!
Fuente: ACI
Prensa