Para el cardenal guineano, «el mundo quería silenciarlo porque su mensaje era insoportable»
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El cardenal Sarah, en una de sus visitas al Papa emérito. Dominio público |
El descendiente de San Agustín
Muchos
homenajes subrayan la grandeza
de Benedicto XVI como teólogo. De eso no cabe duda. Su obra perdurará. Sus luminosos
libros son ya clásicos. Pero no debemos equivocarnos. Su grandeza no reside
principalmente en la penetración académica de los conceptos de la ciencia
teológica, sino en la profundidad teológica de su contemplación de las
realidades divinas.
Benedicto
XVI tenía el don de hacernos
ver a Dios, de hacernos gustar su presencia, a través de sus palabras. Creo
que puedo decir que cada una de las homilías que escuché de él fue una
verdadera experiencia espiritual que marcó mi alma. En esto, es un verdadero descendiente de San Agustín,
el Doctor al que se sentía tan cercano en espíritu.
"Hacer presente a Dios en este
mundo"
Su
voz, frágil y cálida a la vez, consiguió hacernos sentir la experiencia
teológica que él mismo había vivido. Te aferraba en lo más hondo del corazón y
te conducía a la presencia de Dios.
Escuchémosle:
"En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una
llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de
todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a
Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo
rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo, en Jesucristo crucificado y
resucitado" (Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la remisión
de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el arzobispo Marcel
Lefebvre, 10 de marzo de 2009).
Benedicto
XVI no era un ideólogo rígido. Estaba enamorado de la verdad, que para él no era un concepto, sino
una persona encontrada y amada: Jesús, el Dios hecho hombre. Recordemos su
afirmación magistral: "No se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus
caritas est, 1).
Benedicto
XVI nos llevó a vivir este encuentro de fe con Cristo Jesús. Allá donde iba,
encendía esta llama en los corazones. Con jóvenes, seminaristas, sacerdotes,
jefes de Estado, pobres y enfermos, reavivó la alegría de la fe con fuerza y discreción. Se hizo
olvidar para dejar brillar mejor el fuego del que era portador. Nos recordó:
"Solo si hay una cierta experiencia, se puede también comprender"
(Encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma, 22 de febrero
de 2007).
Nunca
dejó de recordarnos que esta experiencia de encuentro con Cristo no contradice ni la razón ni la
libertad. "[Cristo] no quita nada, y lo da todo" (Santa Misa de
inicio del ministerio petrino, domingo 24 de abril de 2005).
Frente al imperio de la mentira
A
veces estaba solo, como un niño que se enfrenta al mundo. Un profeta de la verdad que es
Cristo frente al imperio de la mentira, un frágil mensajero frente a
poderes calculadores e interesados. Frente al gigante Goliat del dogmatismo relativista y el consumismo
todopoderoso, no tenía otra arma que su palabra.
Este David de los tiempos
modernos se atrevió a gritar: "El deseo de verdad pertenece a la
naturaleza misma del hombre, y toda la creación es una inmensa invitación a
buscar las respuestas que abren la razón humana a la gran respuesta que desde
siempre busca y espera: 'La verdad de la revelación cristiana, que se
manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el «misterio» de la
propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad,
la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y
verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del
Señor: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»' (Fides
et ratio, 15)" (Discurso a los participantes en la Asamblea
plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 10 de febrero de 2006).
Un mensaje "insoportable" para
el mundo
Pero la mentira y el compromiso
no lo toleraron. Fuera de la Iglesia, pero también dentro de ella, hubo quien
perdió el control. Sus propuestas fueron caricaturizadas, distorsionadas y
ridiculizadas. El mundo
quería silenciarlo porque su mensaje era insoportable. Querían silenciarle.
Benedicto
XVI ha resucitado en nuestro tiempo la figura de los Papas de la Antigüedad,
mártires aplastados por el moribundo Imperio romano. El mundo, como Roma en el
pasado, tembló ante este anciano con corazón de niño. El mundo estaba demasiado comprometido con la mentira para
atreverse a escuchar la voz de su conciencia. Benedicto XVI fue un mártir de la verdad, de
Cristo. Traición, deshonestidad, sarcasmo, no se le ahorró nada. Vivió el
misterio de la iniquidad hasta el final.
Como un padre
Entonces
vimos al hombre discreto revelar plenamente su alma de pastor y padre. Como un
nuevo San Agustín, la paternidad del pastor desplegó en él la madurez de su
santidad. ¿Quién no recuerda la tarde en que, habiendo reunido en la plaza de
San Pedro a sacerdotes de todo el mundo, lloró con ellos, rió con ellos y les
abrió la intimidad de su corazón sacerdotal? Muchos jóvenes le deben su vocación sacerdotal o religiosa.
Benedicto XVI brillaba como un padre entre sus hijos cuando estaba rodeado de
sacerdotes y seminaristas.
Hasta
el final, quiso apoyarlos y hablarles desde lo más profundo de su corazón,
llamado a seguir a Cristo en el don de sí mismo e incluso en el sufrimiento por
los demás. "Para que el don no humille al otro, no solamente debo darle
algo mío, sino a mí mismo" (Deus caritas est, 34).
"Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido
en una nueva dimensión, en otro orden: en el orden del amor"
(Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la
curia romana, 22 de diciembre de 2005).
Benedicto
XVI amaba a las familias y
a los enfermos. Para entenderlo, hay que haberle visto con los niños
hospitalizados. Hay que haberle visto dándole un regalo a cada uno. Hay que
haber visto la pequeña lágrima de emoción que brilló en su amable rostro.
A
él, recordémoslo, se debe la lucidez de la Iglesia sobre la pedofilia. Sabía cómo llamar
al pecado por su nombre, cómo conocer y escuchar a las víctimas, y cómo
castigar a los culpables sin la complicidad que a veces se disfraza de
misericordia.
En la oración y el silencio
A
pesar de ello, o tal vez a causa de este amor a la verdad, cada vez fue más
despreciado. Entonces el profeta, el mártir, el padre tan bueno se convirtió en
un maestro de la oración.
No
puedo olvidar aquella tarde en Madrid cuando, ante más de un millón de jóvenes
entusiastas, renunció al discurso que había preparado para invitarles a rezar
en silencio con él. Había que ver a esos jóvenes de todo el mundo, silenciosos, arrodillados detrás
de quien les mostraba el camino.
Aquella
noche, con su oración silenciosa, dio a luz a una nueva generación de jóvenes
cristianos: "Solo ella [la adoración] nos hace verdaderamente libres, solo
ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el
que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el
peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental
subrayar la adoración"
(Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la
curia romana, 22 de diciembre de 2005).
De
ahí su insistencia en la
importancia de la liturgia. Sabía que en la
liturgia la Iglesia se encuentra cara a cara con Dios. Si no está en el lugar
que le corresponde, entonces se dirige a la ruina.
A
menudo repetía que la
crisis de la Iglesia era fundamentalmente una crisis litúrgica, es decir, una
pérdida del sentido del culto. "El misterio es el corazón del que
sacamos nuestra fuerza", le gustaba repetir. Trabajó mucho para devolver a
los cristianos una liturgia que fuera, según sus palabras, "un verdadero
diálogo del Hijo con el Padre".
Frente
a un mundo sordo a la verdad; frente, a veces, a una institución eclesiástica que se negaba a escuchar su llamada,
Benedicto XVI optó finalmente por el silencio como última predicación.
Al
renunciar a su cargo y retirarse a la oración, recordó a todos que
"necesitamos hombres
que miren de frente a Dios y aprendan de Él lo que es la verdadera
humanidad. Necesitamos personas cuyas mentes estén iluminadas por la luz de
Dios y cuyos corazones Dios abra para que sus mentes puedan hablar a las mentes
de los demás y sus corazones puedan abrir los corazones de los demás"
(Cardenal Ratzinger, Conferencia en el monasterio de Santa Escolástica,
Subiaco, 1 de abril de 2005). Sin saberlo, el Papa estaba dibujando su propio
retrato, añadiendo: "Solo de los santos, solo de Dios, viene la verdadera
revolución, el cambio decisivo del mundo".
¿Habrá sido Benedicto
XVI la última luz de la civilización cristiana? ¿El ocaso de una
era pasada? A algunos les gustaría pensar que sí. Es cierto que, sin él, nos
sentimos huérfanos, privados de la estrella que nos guiaba. Pero ahora su luz
está en nosotros.
Benedicto
XVI, con su enseñanza y su ejemplo, es el Padre de la Iglesia del tercer milenio.
La
luz alegre y pacífica de su fe nos iluminará durante mucho tiempo.
Traducido por Helena Faccia Serrano.
Fuente: ReL