Los abogados... ¿Discípulos de Cristo sin saberlo?
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La profesión de abogado a veces tiene mala prensa. Hay quien
regala a los abogados el calificativo de “canallas”, algo no demasiado cortés,
y consideran su profesión como “no muy católica”. Sin embargo, etimológicamente
hablando, el abogado, del latín advocatus, es aquel a quien
llamamos para que nos ayude, el intercesor, el defensor. Está investido de una
noble misión de apoyo y defensa.
La toga como símbolo de igualdad
de trato para todos
Los abogados están ahí para garantizar que todo el mundo tenga una
defensa, tanto el pecador como la víctima tienen el derecho fundamental de ser
defendidos durante un proceso.
André Damien, eminente abogado, político y escritor francés,
consagra un capítulo de su libro Règles de la profession d’avocat [Reglas
de la profesión de abogado] a la indumentaria profesional, donde explica que la
toga simboliza la igualdad de trato de todos ante la justicia. También es
reflejo de la neutralidad e imparcialidad de la justicia.
En este sentido, el código
deontológico del Colegio de abogados de París establece de forma expresa que
“el abogado no puede llevar en la toga ningún signo que manifieste de forma
ostensible una afinidad religiosa, comunitaria o política”.
Imitación de la sotana de los
sacerdotes
La dimensión noble de la misión del abogado –por cierto, también
en la abogacía se habla de ministerio, del latín ministerium, ‘servicio’,
y a su vez de minus,
‘inferior’– no termina ahí.
La toga de los abogados tiene desde su origen una connotación
religiosa: imita la sotana de los sacerdotes. Ha ido cambiando con el paso del
tiempo, pero antaño estaba cerrada por 33 botones, un eco de la edad de Cristo
en su muerte y resurrección.
Por tanto, llevar la toga era un signo de distinción para los
hombres de ley desde el siglo XIII, una época en la que la justicia era de
derecho divino y el colegio de abogados se componía esencialmente por miembros
del clero. Así que los abogados ejercen su defensa con esta sotana.
Una proximidad que perdura
Esta proximidad entre sacerdotes y abogados perdura hoy día a
través de la vestimenta con la toga.
También hay que señalar que han sido los mismos abogados los más
perseverantes en la defensa de este símbolo: nunca abandonaron la toga, cuando
muchos sacerdotes dejaron sus sotanas (a excepción tal vez del periodo
revolucionario francés, que supuso la supresión de la profesión de la abogacía
en nombre del derecho individual de defenderse por sí mismo).
Vestir la toga se elevó al nivel de obligación legal en Francia
por la ley del 31 de diciembre de 1971. Ironías de la historia, la República
laica impone esta vestimenta que evoca sin duda alguna la sotana de los
sacerdotes.
El secreto profesional como
homólogo del secreto de confesión
Además de la vestimenta, el origen clerical de la profesión de
abogado se manifiesta a través de la primera de sus obligaciones deontológicas:
el respeto del secreto profesional. Permite, mediante la protección de la
confidencialidad de sus intercambios, la confianza necesaria del cliente en su
defensor. De la misma forma, el sigilo sacramental “prohíbe al confesor
descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún
motivo” (canon 983 del Código de Derecho Canónico de 1983).
Tal y como escriben Bernard Beignier y Jean Villacèque en su obra Droit et
déontologie de la profession d’avocat [Derecho y deontología de
la profesión de abogado], si los abogados y los médicos heredaron, desde el
Antiguo Régimen, este deber, es en gran parte debido al “origen clerical de la
justicia y de la medicina, a través de la universidad, entonces bajo la
autoridad de la Iglesia”.
Esta proximidad histórica entre el sacerdote y el abogado está lejos
de carecer de fundamentos. De hecho, se encuentra en la primera epístola de san
Juan una comparación directa entre el Señor Jesucristo en persona y la figura
del abogado. Él es nuestro abogado ante el Padre. En efecto, podemos leer en el
capítulo 2: “Hijos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis. Pero si
alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo. Él
es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo”.
María la abogada
La Virgen María también recibe el nombre de “abogada nuestra” en
una de las antífonas más célebres del repertorio de canto gregoriano, el Salve Regina.
Así pues, Ella parece haber precedido por mucho a la primera abogada francesa
en ejercer ante un tribunal, Jeanne Chauvin, que prestó juramento en el 1900.
En ese canto tan célebre escuchamos: “Eia ergo, Advocata nostra, illos
tuos misericordes oculos ad nos converte”, es decir: “Ea, pues,
Señora abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos”.
Aunque sin duda existen abogados que no están a la altura de este
ideal, se puede decir que con Cristo y con la Virgen María como modelos, así
como con una toga que recuerda el compromiso de los sacerdotes al servicio de
la Iglesia y de los fieles, es difícil considerar esta profesión como “no muy
católica”.
Marguerite Pradère
Fuente: Aleteia