El padre Sergio Argüello comparte una experiencia extraordinaria: dos señoras llamaron a su puerta y le pidieron ir a atender a su padre moribundo pero ¡imposible que fueran sus hijas!
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Adam Staśkiewicz/EAST NEWS |
Sabía que este
día iba a ser especial, pero nunca me imaginé de la manera en que lo sería.
Un día antes me
fui a dormir temprano, justo después de mi Hora Santa, así es que contento y
descansado me levanté a las 3 de la mañana. Ahora sí que le gané al gallo de mi
vecino y yo lo desperté a él, pero qué más puedo hacer, soy una persona
matutina, me concentro más a estas horas.
Tenía dos horas
para preparar mi evangelio del día, un Rosario por los matrimonios en problemas
que había prometido.
Para obligarme
a escribir, y no distraerme, decidí no bajar a por mi café hasta que acabara
todas mis tareas, así es que en cuanto acabé fui a la cocina para preparar un
buen café con leche, que es mi favorito.
Me recuerda a
mis tiempos en Mérida cuando don Iván y doña Landi me invitaban a un café
lechero.
Una llamada de
madrugada
Justo
terminando mi café, me disponía ir a la oficina para ver mi agenda del día —ya
sé que si no la reviso, todo se me pasa— cuando escuché que tocaban la
puerta.
«¿Y ahora quien
será?». Nadie nos visita a esta hora de la madrugada. Bueno, tal vez les hablan
a los vecinos… Pero no, estaban tocando a nuestra puerta.
Me acerqué y
abrí. Había dos señoras muy apresuradas que me dijeron: «Padrecito,
venga, por favor, mi papá está muy enfermo, confiéselo, y dele los santos viáticos».
Les pregunté:
«¿Y su papá realmente quiere confesarse?». Ellas se miraron unas a las otras, y
respondieron: «Claro padre, nuestro papá es muy devoto del Sagrado Corazón».
(Ya mejor trato
de preguntarles porque la semana pasada visité a un enfermo que terminó
echándome de su casa, jijiji).
¿Quiénes eran
esas dos mujeres?
Les regalé una
sonrisa y les dije: «Qué bendición, entonces sólo dejen, me quito mi pijama y
voy por lo que necesito».
Me metí
rápidamente, y pensaba: qué bueno que me alcancé a tomar mi lechero.
Salí lo más
veloz que pude. Ya a mi edad no corro tanto, y nos pusimos en camino con
las hermanas, a quienes honestamente no recordaba haber visto en el
pueblo.
Pero eso no me
pareció raro porque soy francamente muy olvidadizo —pienso que esto es bueno al
momento de confesar, porque de un momento al otro se me olvidan los pecados.
Caminando
cruzamos la plaza. Me sorprendió ver que doña Celestina ya estaba barriendo la
comisaría. La alcancé a saludar de lejos.
La sorpresa en
casa del anciano
Caminamos otras
tres cuadras y llegamos a una casa. Inmediatamente supe que era allí porque
había dos personas fuera y a leguas se les miraba tristes.
Entramos y allí
en la única habitación que tenía la casa (la cual servía de cuarto, cocina,
recibidor y hasta de capillita, pues tenían su altar al Cristo Negro de
Esquipulas), estaba el enfermito, un señor ya muy mayor, acompañado de su
esposa.
Ya dentro, la
esposa al verme se puso muy contenta y me preguntó: «Ay, padre, qué bueno que
llegó, lo necesitamos mucho, ¿cómo se enteró de que mi esposo está muy grave?».
«Ellas, sus
hijas me trajeron». Volteé hacia atrás y no vi a nadie. Sentí que se me caía el
corazón. Me asomé rápido a la calle y solo estaban los hijos del enfermito.
Miré de nuevo a
la mujer y le sonreí —para que no pensara que estaba yo loco—. Y dijo ella
sorprendida: «Padrecito, qué dice, mis hijas viven en Estados Unidos».
Y en una
actitud de comprensión me dijo: «No se preocupe padre. Lo bueno es que está
aquí. Mi querido Tranquilino necesita confesarse». Le pedí que saliera mientras
lo confesaba.
Promesa del
Sagrado Corazón
Me acerqué al
señor, y le pregunté si era su deseo confesarse. Él abrió los ojos y muy
despacio, con las últimas fuerzas que le quedaban afirmó: «Sí quiero, señor
cura».
Así es que me senté
en la cama, lo tomé de las manos: «Ave María purísima»… Y aunque le costaba
mucho trabajo hablar, don Tranquilino se confesó con mucha devoción.
Pero cuando
después de la absolución me dispuse a llamar a su esposa e hijos, él me apretó
suavemente mis manos y me dijo:
«Padrecito,
tranquilo, a usted lo trajo el Sagrado Corazón, siempre hice los Viernes
Primeros, y él me prometió que no partiría de este mundo sin confesarme…«.
«Gracias por
enviarme»
Qué momento tan
maravilloso, todo lo entendí. Me sentía pequeñito, como si estuviera en un
sueño, y un poco aturdido. Hicimos oración, me despedí. De camino venía
rezando:
«Ay mi Sagrado
Corazón, así es que fuiste Tú quien me mandó a sus hijas ausentes, para venir a
ver a su papá; te doy las gracias por haber acomodado todo, para que yo me
despertara temprano, y estuviera listo para confesar a don Tranquilino, que
ahora sé, es uno de tus hijos consentidos, gracias por enviarme Señor».
Desde aquel día
hago siempre los Viernes Primeros, soy un pecador y mi Dios sabe hasta donde el
pecado ha tocado mi corazón, estoy arrepentido por fallarle, y quiero irme al
Paraíso. Anhelo disfrutar su Presencia…
De vez en
cuando, estando solito en la iglesia, me pongo de rodillas ante el Sagrado
Corazón, y le suplico:
«Soy indigno de
Ti, pero necesito tu perdón. Cuánto me gustaría que me concedieras la misma
gracia que a don Tranquilino y el último día de mi vida me mandaras a un
sacerdote para no morir sin los santos viáticos. Amén…».
No sé, pero de
vez en cuando me siento feliz y contento. Mi fe me dice que me dará lo que le
he pedido. Solo me pregunto: ¿a quién mandará esta vez y cómo le hará para
llamarlo?
Sergio
Argüello Vences
Fuente: Aleteia