Catalina Labouré, la vidente, tocó a la Virgen y se mantuvo siempre en secreto
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Escena de Santa Catalina Labouré, de 25 años, y la primera aparición de la Virgen. Dominio público |
Con
esta aparición se inicia una serie de apariciones del siglo XIX y XX que el
Papa Pío XII llamaría "la
era de María".
Lo que distingue estas apariciones de
otras
La
Virgen se apareció a Santa Catalina Labouré, religiosa de las Hijas de la
Caridad de 24 años en ese momento. Quintanilla destaca algunos de los símbolos
de esta aparición. La
Virgen sostenía una bola del mundo, lo que destaca su mensaje universal.
El
autor detalla que Santa Catalina Labouré había tenido experiencias místicas previas y deseaba
ardientemente tener un encuentro con la Virgen: en eso es distinta a
casi todas las apariciones del siglo XIX y XX, en que los videntes suelen se
"pillados por sorpresa", no rezaban especialmente ni tenían mayor
deseo de una experiencia mariana.
Un
tercer detalle peculiar, señala Quintanilla, es que "es la única aparición moderna en que se desconoció por
completo quién era la vidente hasta después de su muerte. Santa
Catalina Labouré pasó su vida en completo anonimato". Fue su confesor
quien lo divulgaría.
También
apunta el autor que en las apariciones más famosas del siglo XIX y XX, los
videntes se mantienen a cierta distancia de la Virgen. Sólo en esta aparición la vidente
dice que estaba muy cerca y que ella, Catalina, le tocaba las rodillas a la
Virgen, sentada en un sillón.
Catalina, devota desde niña, con una
vocación especial
Catalina
consideraba a la Virgen su madre desde los 9 años, cuando murió su madre en la
tierra. Trabajaba en el campo en silencio y sencillez, con misa diaria. A los 18 tuvo un sueño: soñó que
un sacerdote le dijo "es bueno, hija mía, cuidar a los enfermos; Dios
tiene designios para usted".
A
los 22 años su padre aún se negaba a permitir que entrara en vida consagrada
como su hermana. La envió a París a trabajar con su tío en un restaurante y a
buscar marido. Sus hermanos la ayudaron a aprender a leer.
Un
día entró en una iglesia de las Hijas de la Caridad. Vio el retrato de un sacerdote que la miraba con bondad. Ella
reconoció en ese hombre al sacerdote de su sueño 4 años antes. Le dijeron
que el hombre del retrato era San Vicente de Paúl, fundador de las Hijas de la
Caridad. Su familia le dio permiso y pudo entrar en la comunidad con 24 años.
Tragó una pequeña reliquia de Vicente de
Paúl
En
misa, en la consagración, Catalina veía a Jesús, y también tenía visiones de
San Vicente de Paúl. Pero ella
oraba pidiendo ver a la Virgen. El 18 de julio, víspera de San Vicente de
Paul, tras una charla sobre la belleza de los santos y la Virgen. Le dieron un pedacito de tela como
reliquia del santo. Ella, antes de acostarse, rezó y se tragó el pedacito de
tela.
Lo
que pasó esa noche lo contó con detalle años después, al acercarse su muerte.
Cuando ya dormía, oyó que tres
veces la llamaban por su nombre. Apartó las cortinas de su espacio, y vio un
niño vestido de blanco. El niño le dijo que se levantase, que acudiese
con él a la capilla, que la Virgen le esperaba. Ella se vistió y siguió al
niño, que irradiaba luz.
La
capilla estaba cerrada pero al toque del niño se abrió la puerta. Dentro
estaban encendidas todas las velas y cirios como si hubiera misa solemne de
medianoche. La religiosa se arrodilló y rezó. No acudió ninguna Hija de la
Caridad, sino la Virgen. "Mira
a la Virgen, aquí está", dijo el niño.
Oyó
un roce y vio a una dama vestida de seda, que atravesó el presbiterio y se
sentó en el sillón (que aún se puede ver hoy en la capilla). Catalina se acercó
y se apoyó en sus rodillas. Catalina
le dijo a la dama que era el momento más feliz de su vida.
La
Virgen le dijo a Catalina muchas cosas, pero le exigió mantenerlas en secreto.
Le
dio instrucciones sobre cómo comportarse con su director espiritual. Le pidió
paciencia, mansedumbre y gozo ante las penas. Y que desahogara sus penas ante
el altar, donde recibiría siempre consuelo.
Le
encargó una misión, en la que sufriría pero que recibiría más inspiraciones. La Virgen expresó su deseo
ardiente de derramar gracias a quienes acudan a ella. Le advirtió que
muchos religiosos y el arzobispo de París morirían de forma violenta (como
sucedió años después, en 1870, en la Comuna de París).
La visión de la Medalla
La
misión sería la revelación de la devoción a la Medalla Milagrosa. El sábado 27
de noviembre, víspera del primer domingo de Adviento, se le volvió a aparecer la Virgen. Esta vez llevaba un vestido
blanco, de mangas largas hasta el suelo, una túnica cerrada y velo
sobre el pelo. Su rostro era muy hermoso.
Sus
pies estaban sobre un
polvo blanco y aplastaba una serpiente verde con pintas amarillas. En las
manos llevaba, a la altura del corazón, un globo pequeño dorado con una cruz. La Virgen ofrecía
ese globo a Dios. Miraba alternativamente al Cielo y la Tierra y de sus manos
se extendían unos haces de luz.
La
Virgen explicó que el globo representaba al mundo y Francia, y que las perlas en sus manos eran
gracias que no podía entregar porque no rezaban por ellas. Después
desapareció el globo, y alrededor de la Virgen surgió un óvalo con las letras
de un mensaje: "Oh María, sin pecado concebida, orad por nosotros que
recurrimos a vos". Ella encargó entonces a Catalina: "Haz que se acuñe una medalla según
este modelo, y todos los que la lleven puesta recibirán grandes gracias, y
más abundantes para los que la lleven con confianza".
Cuando
la Virgen se dio la vuelta, Catalina vio lo que vemos en el reverso de la
medalla: la M atravesada por una barra y dos pequeños corazones, uno con corona
de espinas (el de Jesús) y otro atravesado por una espada (el de María), y
alrededor doce estrellas (las doce de la mujer vestida de sol de Apocalipsis, y
signo de la Iglesia por sus doce apóstoles).
Quintanilla
resumen el mensaje de la Medalla Milagrosa y su simbología: María aplastando la
cabeza de Satanás, su mediación de gracias, su jaculatoria que se adelanta al
dogma de la Inmaculada, su cargo como reina de Cielo y Tierra.
Una devoción que se extendió con rapidez
Su
director espiritual no creyó la aparición al principio, pero sí más adelante al
ver su ejemplo de vida virtuosa. En 1832, durante una grave epidemia de cólera
en París, es su director,
sin hablar con Catalina, quien convence al arzobispo para acuñar las medallas. En
1838 el Papa autorizó a los fieles a llevar estas medallas.
Catalina
pasó toda su vida trabajando como ayudante de cocina en un asilo de ancianos de
las Hijas de la Caridad. Vio los acontecimientos sin protagonismo alguno de su
parte. Las Hijas sabían
que la Virgen había transmitido esa devoción a una de ellas, pero no se sabía a
quién.
En
1856, al acercarse su muerte, Catalina dictó sus recuerdos. Murió en 1876, el
31 de diciembre. Cuando en 1932 se procedió a examinar su cadáver con motivo de
su beatificación, se
descubrió que el cuerpo de Catalina estaba intacto, "sin
putrefacción", asegura Quintanilla. El cuerpo se trasladó a la
capilla de la Rue du Bac, donde hoy se mantiene.
Catalina
Labouré fue beatificada en 1933 y en 1947 fue canonizada por Pío XII.
La
devoción a la Medalla Milagrosa se extendió por todo el mundo. El primer pedido, en 1832, fue de
1.500 medallas. Pero en un par de años ya se habían acuñado 2 millones. Se
tradujo la jaculatoria del texto a varios idiomas, empezando por el latín. Las
Hijas de la Caridad y los sacerdotes y religiosos paúles difundieron la
devoción por todo el mundo.
El
Papa León XII estableció la fiesta con misa y oficio propio para conmemorar la
aparición de la Inmaculada Virgen María bajo el título de la Medalla Milagrosa.
Fuente: ReL