Siempre me he preguntado ¿cómo era Jesús? ¿quién era Jesús? Hoy puedo decir que me siento capaz de escribir algunas palabras sobre Él que brotan de un corazón que ha querido seguirlo para siempre.
![]() |
Dominio público |
Comenzando por su aspecto exterior: un judío de su época
-como cualquier otro judío- de complexión ancha, barba, pelo castaño ondulado
hasta los hombros. Incluso, un hombre con gestos de hombre, risa de hombre y
llanto de hombre. Y es que estoy convencida de que así fue, pues como nos dice
la escritura:
«Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante
a los hombres y apareciendo en su porte como hombre» (Flp 2, 7).
Él era, sí, verdaderamente un hombre. Se hizo
carne. Fue y es uno de nosotros.
Dios quiso hablarnos en humano. Dios quiso entender
nuestra humanidad y vivirla en plenitud. En Jesús nuestra humanidad se
hizo rica y a la vez pobre; sencilla y a la vez compleja; inmensamente
grande y a la vez pequeña.
“Un hombre, pues. No un titán. No un superhombre. Jamás los evangelios
le muestran rodeado de fulgores, con esa aura mágica con la que los cuentos
rodean a sus protagonistas. En Jesús hasta lo sobrenatural es natural; hasta el
milagro se hace con sencillez. Y cuando —como en la transfiguración— su rostro
adquiere luces más que humanas, es Él mismo quien trata de ocultarlo, pidiendo
a sus apóstoles que no cuenten lo ocurrido. Quienes un día le llevaron a la
cruz, nunca temieron que pudiese escapar de sus manos con el gesto vencedor de
un «superman»” (Martín Descalzo).
Jesús fue un hombre cualquiera, un hombre que no
dijo grandes cosas y mucho menos verdades incomprensibles. Él no trató de
llamar la atención con ideas desconcertantes y novedosas. Dijo cosas
comprensibles que ayudan, aún hoy, a la gente a vivir. Aclara ideas, que ya se
sabían, pero que los hombres no terminaban de alcanzar.
Jesús fue un hombre cualquiera que uso el más sencillo
de los lenguajes y practicó aquello que dijo. “Maestro, sabemos que eres
veraz y que no temes a nadie” (Mc 12,14). Fue un hombre en el que los
hombres confiaron. Fue un hombre a quien le entregaron la vida.
Él liberó a sus discípulos de la peor esclavitud: la
de vivir desconfiando, la de vivir pensando que todo dependía de ellos.
Por eso nosotros podemos estar seguros de que
Jesús nos hace libres. Porque en Él Dios vino a ayudarnos, a
tendernos una mano, a unir el cielo y la tierra, a demostrarnos que el amor
puede ser incondicional. Él nos libera de nuestros límites amándonos
más allá del tiempo. En Jesús nos podemos terminar de animar a vivir y
a amar, aunque nosotros seamos fugaces.
Necesitamos conocer a Jesús, saber quién es ese que
nos ama. Solo en ese conocimiento habrá algo que nos anime a
comprometernos. Necesitamos conocer más quién es aquel en cuyos brazos
anhelamos poner nuestra vida, aquel que sabe nuestro futuro.
Si Dios nos ha encontrado en Jesús, nosotros en Jesús
podemos encontrar a Dios, y cuando lo encontremos, nos encontraremos a nosotros
mismos. No solo nosotros lo buscamos, sino que Él nos está
esperando. Cada persona que encuentro es una invitación a encontrarlo a Él.
Recordemos que el amor y el conocimiento se
alimentan. Nadie puede amar lo que no conoce y nadie puede conocer lo
que no ama.
Cuando empezamos a amar a Jesús, nos damos cuenta de
que conocemos poco de Él, que lo conocemos solo de oídas, y cuando lo
conocemos más, logramos amarlo más y amarnos más a nosotros mismos.
Para conocerlo debemos ir con Él. Debemos perder
tiempo con Él. Hay un saber que solo se tiene cuando se pasa
tiempo junto a Él.
El hombre se reconoce a sí mismo confrontándose con la
vida de Jesús y creyendo en Él. La confianza es la condición del amor.
Y junto con esto viene la conversión que
es la respuesta a ese amor. En este camino comenzamos a renunciar a
auto salvarnos y a aceptar su ayuda. Nos atrevemos a dejarnos amar, a
no poner resistencia. Convertirnos es animarnos a ser como niños. Lo único que
Él nos pide es la decisión para iniciar esta aventura de amor.
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia