Un símbolo que habla también de nuestro propio interior y de cuál es su orden saludable
![]() |
| Seksun Guntanid - Shutterstock |
No siempre estamos dispuestos a atravesar las puertas que se abren
ante nosotros. Más bien preferimos quejarnos de que todas las puertas están
cerradas; pero a veces somos nosotros los que tratamos de no verlas: entrar nos
puede asustar.
Quién sabe si esta imagen no vale también para esa puerta que nos
permite acceder al corazón del otro. En las relaciones sanas, siempre hay una
puerta a la que llamar.
Algunas personas prefieren quitar la puerta de entrada de sus
bisagras, por temor a que otros no noten lo que hay en el interior. Sin
embargo, el desenlace suele ser catastrófico, porque otros entran sin permiso,
arrasando las habitaciones y llegando en los momentos menos oportunos. Por el
contrario, también hay quienes prefieren cerrar con llave sus entradas, a veces
incluso utilizando combinaciones que, con el tiempo, ellos mismos olvidan. Son
casas destinadas a ser habitadas por fantasmas.
Muchas veces la puerta del otro pasa frente a nosotros, pero
preferimos vivir nuestros encuentros en la plaza para evitar subir las
escaleras y pedir permiso. Estas son las puertas que luego desaparecen y que
lamentamos no haber tocado.
La puerta es Jesús
En el Evangelio, Jesús habla a menudo de la puerta como
fundamental para vivir nuestras relaciones: la puerta es la del amigo al que no
se debe dejar de llamar para obtener el pan; la puerta es la de la casa del
Padre que permanece siempre abierta; la puerta es la del redil, la puerta por
la que se puede entrar y salir porque en la relación con Él siempre
permanecemos libres.
Esta puerta, que permanece siempre abierta, no es solo la imagen
de quien acoge, sino también la imagen de quien no pretende hacer prisioneros.
Decidirnos a entrar
Jesús habla de sí mismo como puerta: es el acceso al jardín que
aparece en nuestra vida, a veces en momentos que nos parecen inadecuados.
Es cierto que la puerta siempre está abierta, pero también hay que
decidirse a entrar. Es cierto que la misericordia no tiene fronteras, pero hay
que buscarla.
Además, si Él nos dice que la puerta es estrecha, es necesario
bajar, como la entrada a las celdas de los monjes, a quienes se les pide todos
los días que no olviden que solo la humildad permite entrar en relación con
Dios.
Es inevitable que haya condiciones para entrar en la casa del
otro, porque entramos en un espacio que no nos pertenece, un espacio que nos es
dado, pero que no conocemos.
Una cuestión de espacio
En la relación con el otro, como en la relación con Jesús, no
puedo hacer lo que quiero: nunca soy el único dueño de la relación. Esta puerta
estrecha me recuerda que mi ego debe hacerse un poco más pequeño para entrar en
la casa del otro.
Si nuestro ego es demasiado voluminoso, si en el centro siempre
estoy solo yo, mis intereses y mis tiempos, siempre seré demasiado grande para
entrar por la puerta que me permite acceder a la vida del otro. Al final, todo
lo que puedo hacer es quedarme fuera.
Si los primeros no llegan a ser los últimos, no podrán entrar por
la puerta estrecha, porque llevan consigo toda su presunción.
Para entrar en una relación con Jesús hay que despojarse de las
propias convicciones.
«Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y
saldrá y encontrará pasto».
(Juan 10, 9)
Luisa Restrepo
Fuente: Aleteia
