Es frecuente entre los cristianos que al escuchar la palabra «vocación» pensemos de inmediato en la llamada especial al sacerdocio, a las misiones o a la vida consagrada.
![]() |
Dominio público |
Dios llama al hombre cuando inicia su existencia en el seno materno. Es la
primera y fundamental vocación: la llamada a la vida. Vivir con pleno sentido
significa que el tiempo en este mundo es una gracia de Dios para desarrollar
nuestra condición de personas.
Todo hombre, sin excepción,
es vocación. Y, al mismo tiempo, es misión porque no se concibe que Dios llame
a alguien sin otorgarle una misión específica. Así lo dice el Papa Francisco:
«Yo soy
una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay
que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar,
bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de
alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo
ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y
la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente
buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades» (EG 273).
Vivir con esta intensidad del alma es la vocación que todo hombre y mujer
recibe por el hecho de ser creado. Ese es nuestro destino. Con el bautismo,
además, la vocación recibe un carácter cristológico: se trata de vivir en
Cristo, como dice san Pablo. Esto configura la vida del bautizado de forma
plena y total. Ser en Cristo y vivir en Cristo es la vocación del bautizado,
que se convierte en testigo del Evangelio y de la vida nueva de la resurrección.
A esto llamamos vocación laical (que viene de la
palabra griega laos, pueblo), o secular (de seculum,
siglo o mundo).
En cuanto miembro del pueblo
de Dios, el Papa dice: «La misión en el corazón del pueblo no es una parte de
mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de
la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero
destruirme» (EG 273). Por lo que toca a vivir en el mundo, es obvio que sería
una alienación desentenderse de él y de las tareas temporales que, como
seglares, los cristianos deben realizar sin separar la vocación cristiana de la
vida pública.
En este domingo, leemos relatos de vocación de personas que son escogidas para
una radical entrega a Dios. El profeta Eliseo, discípulo de Elías, recibe la
misión de continuar su tarea. En el Evangelio, varias personas se acercan a
Jesús para seguirle con entrega total (cf. Lc 9,57-62). Las condiciones que
pone Jesús pueden parecer exageradas, pero indican que, para seguirle, no basta
sólo la propia voluntad, sino aceptar que es Cristo quien llama y elige a los
quiere, no por sus méritos, sino por la elección del quien puede poner
condiciones por ser Hijo de Dios. «No me habéis elegido a mí, dice Jesús, soy
yo quien os he elegido».
Hay que tener en cuenta que,
si Jesús puede poner condiciones para el seguimiento radical, es porque también
ofrece lo que ningún ser humano puede dar: la vida eterna. Si olvidamos esto,
ni la vocación laical, ni la sacerdotal ni la de la vida consagrada tendrían
pleno sentido. Dios, al crearnos, nos ha dado la libertad para aceptar o no su
llamada, pero, si Dios es Dios y no puede dejar de serlo, es él quien pone las
condiciones cuando llama. En este sentido no hay vocaciones de primera, de
segunda o tercera categoría, porque quien reconoce la existencia de Dios,
acepta su soberanía y entiende que la libertad consiste en amarle sobre todas
las cosas.
César Franco