La Cuaresma es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado
Papa Francisco en la procesión cuaresmal en 2020. Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa |
El Vaticano publicó este 24 de febrero el Mensaje del Papa
Francisco para la Cuaresma 2022 con el tema: “No nos cansemos de hacer el bien,
porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por
tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos”.
En su mensaje, el Santo Padre recuerda que la Cuaresma es “un
tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce
hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado” y animó a reflexionar sobre
el tema del Mensaje que se basa en una exhortación de San Pablo a los
Gálatas.
“No nos
cansemos de orar. Jesús nos ha enseñado que es necesario
‘orar siempre sin desanimarse’ (Lc 18,1). Necesitamos orar porque necesitamos a
Dios. Pensar que
nos bastamos a nosotros mismos es una ilusión peligrosa. Con
la pandemia hemos palpado nuestra fragilidad personal y social. Que la Cuaresma
nos permita ahora experimentar el consuelo de la fe en Dios, sin el cual no
podemos tener estabilidad (cf. Is 7,9). Nadie se salva solo, porque estamos
todos en la misma barca en medio de las tempestades de la historia; pero, sobre
todo, nadie se salva sin Dios, porque solo el misterio pascual de Jesucristo
nos concede vencer las oscuras aguas de la muerte”, advirtió el Papa.
A continuación, el Mensaje completo del Papa Francisco:
«No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos,
cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la
oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria
que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado. Para nuestro
camino cuaresmal de 2022 nos hará bien reflexionar sobre la exhortación de
san Pablo a los gálatas: «No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no
desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras
tenemos la oportunidad (kairós),
hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).
1. Siembra y
cosecha
En este pasaje el Apóstol evoca la imagen de la siembra y la
cosecha, que a Jesús tanto le gustaba (cf. Mt 13). San Pablo nos habla de
un kairós,
un tiempo propicio para sembrar el bien con vistas a la cosecha. ¿Qué es para
nosotros este tiempo favorable? Ciertamente, la Cuaresma es un tiempo
favorable, pero también lo es toda nuestra existencia terrena, de la cual la
Cuaresma es de alguna manera una imagen.[1] Con demasiada frecuencia prevalecen
en nuestra vida la avidez y la soberbia, el deseo de tener, de acumular y de
consumir, como muestra la parábola evangélica del hombre necio, que
consideraba que su vida era segura y feliz porque había acumulado una gran
cosecha en sus graneros (cf. Lc 12,16-21).
La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de mentalidad, para que la
verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el
dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir.
El primer agricultor es Dios mismo, que generosamente «sigue
derramando en la humanidad semillas de bien» (Carta enc. Fratelli tutti, 54).
Durante la Cuaresma estamos llamados a responder al don de Dios acogiendo su
Palabra «viva y eficaz» (Hb 4,12).
La escucha asidua de la Palabra de Dios nos hace madurar una docilidad que nos
dispone a acoger su obra en nosotros (cf. St 1,21), que hace fecunda nuestra
vida. Si esto ya es un motivo de alegría, aún más grande es la llamada a ser
«colaboradores de Dios» (1
Co 3,9), utilizando bien el tiempo presente (cf. Ef 5,16) para sembrar
también nosotros obrando el bien. Esta llamada a sembrar el bien no tenemos
que verla como un peso, sino como una gracia con la que el Creador quiere que
estemos activamente unidos a su magnanimidad fecunda.
¿Y la cosecha? ¿Acaso la siembra no se hace toda con vistas a la
cosecha? Claro que sí. El vínculo estrecho entre la siembra y la cosecha lo
corrobora el propio san Pablo cuando afirma: «A sembrador mezquino, cosecha
mezquina; a sembrador generoso, cosecha generosa» (2 Co 9,6). Pero, ¿de qué cosecha se
trata? Un primer fruto del bien que sembramos lo tenemos en nosotros mismos y
en nuestras relaciones cotidianas, incluso en los más pequeños gestos de
bondad. En Dios no se pierde ningún acto de amor, por más pequeño que sea,
no se pierde ningún «cansancio generoso» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 279).
Al igual que el árbol se conoce por sus frutos (cf. Mt 7,16.20), una
vida llena de obras buenas es luminosa (cf. Mt 5,14-16) y lleva el perfume de
Cristo al mundo (cf. 2
Co 2,15). Servir a Dios, liberados del pecado, hace madurar
frutos de santificación para la salvación de todos (cf. Rm 6,22).
En realidad, sólo vemos una pequeña parte del fruto de lo que
sembramos, ya que según el proverbio evangélico «uno siembra y otro cosecha»
(Jn 4,37).
Precisamente sembrando para el bien de los demás participamos en la
magnanimidad de Dios: «Una gran nobleza es ser capaz de desatar procesos cuyos
frutos serán recogidos por otros, con la esperanza puesta en las fuerzas
secretas del bien que se siembra» (Carta enc. Fratelli tutti, 196). Sembrar el bien para
los demás nos libera de las estrechas lógicas del beneficio personal y da a
nuestras acciones el amplio alcance de la gratuidad, introduciéndonos en el
maravilloso horizonte de los benévolos designios de Dios.
La Palabra de Dios ensancha y eleva aún más nuestra mirada, nos
anuncia que la siega más verdadera es la escatológica, la del último día,
el día sin ocaso. El fruto completo de nuestra vida y nuestras acciones es el
«fruto para la vida eterna» (Jn 4,36),
que será nuestro «tesoro en el cielo» (Lc 18,22;
cf. 12,33). El propio Jesús usa la imagen de la semilla que muere al caer en
la tierra y que da fruto para expresar el misterio de su muerte y resurrección
(cf. Jn 12,24);
y san Pablo la retoma para hablar de la resurrección de nuestro cuerpo: «Se
siembra lo corruptible y resucita incorruptible; se siembra lo deshonroso y
resucita glorioso; se siembra lo débil y resucita lleno de fortaleza; en fin,
se siembra un cuerpo material y resucita un cuerpo espiritual» (1 Co 15,42-44).
Esta esperanza es la gran luz que Cristo resucitado trae al mundo: «Si lo que
esperamos de Cristo se reduce sólo a esta vida, somos los más desdichados de
todos los seres humanos. Lo cierto es que Cristo ha resucitado de entre los
muertos como fruto primero de los que murieron» (1 Co 15,19-20), para que aquellos que
están íntimamente unidos a Él en el amor, en una muerte como la suya
(cf. Rm 6,5),
estemos también unidos a su resurrección para la vida eterna (cf. Jn 5,29). «Entonces
los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43).
2. «No nos
cansemos de hacer el bien»
La resurrección de Cristo anima las esperanzas terrenas con la
«gran esperanza» de la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la
semilla de la salvación (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 3; 7). Frente
a la amarga desilusión por tantos sueños rotos, frente a la preocupación por
los retos que nos conciernen, frente al desaliento por la pobreza de nuestros
medios, tenemos la tentación de encerrarnos en el propio egoísmo
individualista y refugiarnos en la indiferencia ante el sufrimiento de los
demás. Efectivamente, incluso los mejores recursos son limitados, «los
jóvenes se cansan y se fatigan, los muchachos tropiezan y caen» (Is 40,30). Sin
embargo, Dios «da fuerzas a quien está cansado, acrecienta el vigor del que
está exhausto. [...] Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, vuelan
como las águilas; corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40,29.31). La
Cuaresma nos llama a poner nuestra fe y nuestra esperanza en el Señor
(cf. 1 P 1,21),
porque sólo con los ojos fijos en Cristo resucitado (cf. Hb 12,2) podemos
acoger la exhortación del Apóstol: «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9).
No nos cansemos de orar. Jesús nos ha enseñado que
es necesario «orar siempre sin desanimarse» (Lc 18,1).
Necesitamos orar porque necesitamos a Dios. Pensar que nos bastamos a nosotros
mismos es una ilusión peligrosa. Con la pandemia hemos palpado nuestra
fragilidad personal y social. Que la Cuaresma nos permita ahora experimentar el
consuelo de la fe en Dios, sin el cual no podemos tener estabilidad (cf. Is 7,9). Nadie se
salva solo, porque estamos todos en la misma barca en medio de las tempestades
de la historia;[2] pero, sobre todo, nadie se salva sin Dios, porque solo el
misterio pascual de Jesucristo nos concede vencer las oscuras aguas de la
muerte. La fe no nos exime de las tribulaciones de la vida, pero nos permite
atravesarlas unidos a Dios en Cristo, con la gran esperanza que no defrauda y
cuya prenda es el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones por medio
del Espíritu Santo (cf. Rm 5,1-5).
No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida. Que
el ayuno corporal que la Iglesia nos pide en Cuaresma fortalezca nuestro
espíritu para la lucha contra el pecado. No nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la
Penitencia y la Reconciliación, sabiendo que Dios nunca se
cansa de perdonar.[3] No
nos cansemos de luchar contra la concupiscencia, esa fragilidad que
nos impulsa hacia el egoísmo y a toda clase de mal, y que a lo largo de los
siglos ha encontrado modos distintos para hundir al hombre en el pecado (cf.
Carta enc. Fratelli
tutti, 166). Uno de estos modos es el riesgo de dependencia de los
medios de comunicación digitales, que empobrece las relaciones humanas. La
Cuaresma es un tiempo propicio para contrarrestar estas insidias y cultivar, en
cambio, una comunicación humana más integral (cf. ibíd., 43) hecha de
«encuentros reales» (ibíd.,
50), cara a caea.
No nos cansemos de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo. Durante
esta Cuaresma practiquemos la limosna, dando con alegría (cf. 2 Co 9,7). Dios,
«quien provee semilla al sembrador y pan para comer» (2 Co 9,10), nos
proporciona a cada uno no solo lo que necesitamos para subsistir, sino también
para que podamos ser generosos en el hacer el bien a los demás. Si es verdad
que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el bien, aprovechemos
especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, para hacernos
prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están heridos en el camino de la
vida (cf. Lc 10,25-37).
La Cuaresma es un tiempo propicio para buscar —y no evitar— a quien está
necesitado; para llamar —y no ignorar— a quien desea ser escuchado y recibir
una buena palabra; para visitar —y no abandonar— a quien sufre la soledad.
Pongamos en práctica el llamado a hacer el bien a todos, tomándonos
tiempo para amar a los más pequeños e indefensos, a los abandonados y
despreciados, a quienes son discriminados y marginados (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 193).
3. «Si no
desfallecemos, a su tiempo cosecharemos»
La Cuaresma nos recuerda cada año que «el bien, como también el
amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han
de ser conquistados cada día» (ibíd.,
11). Por tanto, pidamos a Dios la paciente constancia del agricultor (cf. St 5,7) para no
desistir en hacer el bien, un paso tras otro. Quien caiga tienda la mano al
Padre, que siempre nos vuelve a levantar. Quien se encuentre perdido, engañado
por las seducciones del maligno, que no tarde en volver a Él, que «es rico en
perdón» (Is 55,7).
En este tiempo de conversión, apoyándonos en la gracia de Dios y en la
comunión de la Iglesia, no nos cansemos de sembrar el bien. El ayuno prepara
el terreno, la oración riega, la caridad fecunda. Tenemos la certeza en la fe
de que «si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos» y de que, con el don de
la perseverancia, alcanzaremos los bienes prometidos (cf. Hb 10,36) para
nuestra salvación y la de los demás (cf. 1 Tm 4,16). Practicando el amor
fraterno con todos nos unimos a Cristo, que dio su vida por nosotros (cf. 2 Co 5,14-15), y
empezamos a saborear la alegría del Reino de los cielos, cuando Dios será
«todo en todos» (1 Co
15,28).
Que la Virgen María, en cuyo seno brotó el Salvador y que
«conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19) nos
obtenga el don de la paciencia y permanezca a nuestro lado con su presencia
maternal, para que este tiempo de conversión dé frutos de salvación eterna.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2021, Memoria
de san Martín de Tours, obispo.
FRANCISCO
Fuente: ACI Prensa