Navidad es la fiesta familiar
por excelencia. A pesar de la secularización e indiferencia religiosa, las
familias se reúnen en Navidad como atraídas por una fuerza irresistible que se
remonta a Belén.
Sin retórica, sin
amplificaciones legendarias, sin apelación a lo sobrenatural, el Hijo de Dios
nace en nuestra carne constituyendo la familia que permanecerá para siempre
como paradigma del amor mutuo y sin fisuras. Dios ha querido reflejar su vida
trinitaria en la convivencia sobrecogedora de una virgen madre, un varón recto
y justo y un niño cuyo nombre —Jesús— lo dice todo: Dios salva.
Al hablar de paradigma nos
referimos a su carácter de ideal y prototípico. Bien sabemos que esta familia
es única, irrepetible, nacida de una acción directa de Dios, que rehace su plan
original mediante misterios trascendentes que forman la trama sobrenatural de
lo que sucede. El Dios hecho carne justifica la concepción inmaculada de María,
su virginidad perpetua; también justifica la elección de José con su paternidad
legal y davídica y su papel de custodio y protector de María y José.
Pero es indudable que el
carácter único de esta familia no se agota en el misterio que la sostiene, sino
que se proyecta sobre el mundo para que toda familia humana tenga un espejo
donde mirarse y aprender las virtudes que ensalza la liturgia de este domingo.
La familia de Belén, además, es el fundamento de otra que
ensancha las fronteras de aquella aldea hasta el confín del mundo. Para
participar en ella, Jesús invita al hombre a «nacer de nuevo». Se lo dice a
Nicodemo y, en él, a todos los que quieran escucharle. Lo dice
públicamente cuando, al decirle que su madre y sus familiares le buscan,
afirma: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?. Y, extendiendo su mano
hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la
voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y
mi madre» (Mt 12,48-50).
Con estas palabras, Jesús
describe la familia que ha venido a fundar y abre el horizonte de una
comprensión más amplia de la familia que se funda, en último término, en la
actitud de María al acoger la palabra de Dios sin reservas y decir «hágase en
mi según tu palabra». Por eso, en el prólogo del cuarto evangelio se dice que
los miembros de esta familia no nacen «de sangre, ni de deseo de carne ni de
deseo de varón, sino que han nacido de Dios» (Jn 1,13).
Es obvio que el evangelista
sitúa en paralelo el nacimiento del Verbo en nuestra carne y el de los
cristianos que acogen con fe a Cristo y creen en su nombre. Ambos nacimientos
se explican mutuamente desde la fe. Gracias a la fe, Dios engendra a sus hijos
en el bautismo, los une en la consistencia de un solo cuerpo, que es la
Iglesia, y los convierte en su familia, que tiene la misión de extenderse por
el mundo.
El Hijo de Dios se ha hecho hijo de los hombre no solo para
santificar la primera institución humana, cuna de la vida y origen inviolable
de derechos, sino también para revelarnos el plan de Dios sobre la humanidad,
que está llamada a participar de la vida de Dios al modo «familiar», es decir,
según el amor trinitario que nos vincula unos a otros, no con lazos de carne y sangre,
sino con el vínculo indestructible de la vida divina. Como dice san Juan, no
sólo nos llamamos sino que en verdad somos hijos de Dios.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia