Solo quien tiene clara la meta acertará al escoger el camino. Así podríamos sintetizar el mensaje del evangelio de este domingo.
| Dominio público |
Un hombre le sale al camino y le plantea la pregunta más trascendental de la vida: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Todos conocemos la historia. Jesús le plantea el camino moral de los mandatos de Dios. El hombre confiesa haberlos cumplido desde su juventud. El Maestro da un paso más y le invita a vender sus bienes, darlo todo a los pobres y seguirle a él.
Ante esta exigencia, el hombre «se marchó triste porque era
muy rico». No se nos dice cuánta era su hacienda ni cuál su propósito de vida
con aquellos bienes. Sencillamente, se marchó triste. El deseo por heredar la
vida eterna quedó sofocado por los bienes de este mundo.
Jesús aprovecha la ocasión para ilustrar a sus discípulos sobre
la dificultad que conllevan las riquezas para alcanzar la meta deseada: ¿Bienes
perecederos o vida eterna? ¿Alegría verdadera o tristeza de lo efímero? Este
buen hombre del evangelio desaparece sin dejar rastro, como una figura fantasmal
que sirve para plantear a los lectores la cuestión crucial de la existencia.
Hay que reconocer que esta inquietud por la vida eterna se plantea con poca
frecuencia en la sociedad actual. Vivimos enfrascados en nuestros deseos más
inmediatos y terrenos.
La pregunta sobre la eternidad no se plantea con la pasión de
los grandes filósofos y sabios. Vivir es una cuestión del momento, es el «carpe
diem» de la satisfacción inmediata de los deseos más primarios y placenteros.
Sin embargo, el hombre no puede —¿o no debe?— olvidar que está en camino. Cada
día que pasa es un día menos, y a medida que se acerca a la meta se hace más
imperiosa la pregunta: ¿Hacia donde voy? ¿Cuál es mi término? Es imposible
silenciar el grito del alma sobre su destino.
Jesús no solo anima a plantearse esta pregunta —¿de qué le sirve
al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?—, sino que ofrece el
«camino» que conduce a la meta. No es extraño, pues, que el libro de los Hechos
de los Apóstoles defina a los primeros cristianos como los que «pertenecían al
Camino». Esta expresión aparece precisamente cuando Saulo de Tarso caminaba a
Damasco para perseguir a los seguidores de Jesús. En ese camino el Señor
resucitado se le presenta, le derriba del caballo y le hace suyo. Parece
decirnos esta escena que el Camino es Cristo, según él mismo se define en el
evangelio de Juan. Jesús salió al encuentro de Saulo «mientras caminaba», y
Saulo se convirtió en discípulo y apóstol. Cambió sus «riquezas» —historia,
formación, títulos de gloria en el judaísmo— por el seguimiento del Resucitado.
Iba por un camino errado y halló la verdadera senda: la persona de Jesús.
Es verdad que también en el seguimiento de Jesús puede haber
intereses de este mundo. Así lo muestra Pedro cuando, en el evangelio de este
domingo, hace valer ante Jesús que él y sus compañeros lo han dejado todo por
seguirle. Es evidente que esperaba alguna recompensa especial. Y Jesús le
confirma que, en efecto, quienes dejen todo por seguirlo recibirán cien veces
más (con persecuciones) y, en la edad futura, la vida eterna. He ahí el camino
hacia la meta.