Una pequeña comunidad de hermanas clarisas se ha embarcado en la aventura de revitalizar espiritualmente el emblemático monasterio de Santa Clara, con la ayuda de doscientos cincuenta jóvenes que han descubierto que hay mayor felicidad en el ‘dar’ que en el ‘recibir’.
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Dominio público |
La palabra aventura describe bastante bien la acción en la que se
embarcaron estas pocas hermanas. Algo que, de todas formas, no era
nuevo para ellas. Ya unos años antes habían reflotado el monasterio de
Belorado, en Burgos, y ahora sentían la llamada de la Iglesia y del Señor, a
embarcarse en esta nueva misión. Una comunidad de cinco o seis hermanas podrían
ir a tierras vascas y poner en marcha el antiguo monasterio de santa Clara.
Estas hermanas pobres volvieron a escuchar el antiguo clamor del Cristo de San
Damián a Francisco, ‘reconstruye mi Iglesia, que amenaza ruinas’. Literalmente.
Con la ayuda de jóvenes
La obra se hacía ingente. Poner en marcha un monasterio de grandes dimensiones, abandonado durante veinte años, era algo que superaba a estas mujeres. Pero precisamente la necesidad puso en marcha el motor de la solidaridad, y han sido doscientos cincuenta jóvenes los que este verano han acudido a Orduña a echar una mano a estas hermanas.
La procedencia ha sido de
lo más variada. Allí han estado trabajando desde alumnos de Religión de
institutos públicos con sus profesores, hasta una parroquia del madrileño
barrio de Villaverde, el colegio arzobispal de Madrid, seminaristas, o miembros
de diversos movimientos eclesiales como el Grupo Juan Pablo II o la
Milicia de Santa María. Todos con un común denominador, muchas ganas de ayudar
y poca experiencia en el trabajo manual. Porque ni que decir tiene que estos
chicos y chicas de la era digital era la primera vez que cogían una azada con
sus manos (¿una qué?), un pico, una pala o ni siquiera una escoba.
Pero precisamente ese ha sido el primer gran aprendizaje para
estos jóvenes. El valor del trabajo manual. Cansarse,
sudar, aguantar el bochorno del sol, que te salgan callos en las manos… ha sido
una nueva experiencia que les puede enseñar mucho para la vida. Quizás no haya
mejor manera de cultivar la resiliencia, como dicen hoy, que aguantar una horas
al sol quitando ortigas con la azada. Sobre todo si lo haces en pantalón corto.
El ideal franciscano
Otra gran lección que han recibido estos jóvenes ha sido el poder
compartir la vida con las hermanas, conocer de primera mano a
contemplativas que dedican toda su vida a orar, a hablar con Dios. Las
preguntas que les surgían a los jóvenes podían hacérselas directamente a
las hermanas, y compartir con ellas así sus inquietudes. Porque estos jóvenes
llegaban al monasterio con ganas de ayudar, pero también con muchas heridas y
preguntas en el corazón. Y necesitaban abrirse a alguien que pudiera
escucharles. El ideal franciscano, la experiencia vital de santa Clara, se
encarnaba en esas mujeres y se hacía sabiduría para los jóvenes de hoy. La
pobreza y la austeridad, el deseo de fraternidad, el cuidado de la naturaleza,
la llamada a la misión, reconstruir la propia vida y la sociedad entera… no
eran historias del pasado sino demandas urgentes de nuestro corazón,
necesidades del mundo de hoy.
Con uno de los grupos ha estado un director de cine católico,
Francisco Campos, director de películas como “El Rocío es compartir”, “El
colibrí” o “Jesucristo vive”. En un momento me preguntaba si es
fácil encontrar muchos jóvenes dispuestos a vivir así: levantarse pronto,
dormir en el suelo, trabajar duro, acostarse pronto para poder rendir al día
siguiente…. ¡y encima pagar por ello! Cuando me comentaba esto no pude menos
que acordarme de dos jóvenes de un instituto de Móstoles que me dijeron que era
el mejor plan que se les había ofrecido nunca.
Y es que quizás tuviese razón el venerable jesuita Tomás Morales
cuando repetía aquello de que “al joven si se le pide poco no da nada, si se le
pide mucho, lo da todo”. En realidad pienso que muchos más jóvenes responderían
a una llamada como esta, a dar su tiempo por los demás, si hubiese adultos,
educadores, que se atreviesen a hacerles la propuesta. Y que estuviesen
dispuestos a vivir con ellos, trabajando codo con codo, estos días. Porque
nadie puede proponer algo si uno mismo no está dispuesto a vivirlo.
Sencillamente no sería creíble.
Un aire fresco
El resultado final ha sido mayor del que esperábamos inicialmente.
Se ha avanzado mucho en limpieza, picando muros, quitando maleza… aunque
todavía queda mucho que hacer, claro. Pero, sobre todo, estos jóvenes han
podido revivir el espíritu de san Francisco de Asís. Y como si de un signo se
tratase, un aire fresco se respiraba estos días en Orduña. Estos jóvenes han
conseguido traer vida y esperanza a todos los que hemos pasado por el
monasterio de santa Clara. Mirándoles no podíamos menos que recordar a
Francisco en san Damián reconstruyendo materialmente una pequeña ermita, pero
empezando a reconstruir la Iglesia de Cristo volviendo a las raíces del
evangelio vivido sin glosas.
En medio de una pandemia mundial, en un mundo que busca un nuevo
reinicio, que necesita ser reconstruido en sus relaciones, desde sus propios
cimientos, estos jóvenes nos indican el camino que podemos emprender. Dejarse
interpelar por Cristo mismo y por las necesidades de los hermanos, buscar
amigos de Dios con los que compartir la vida, ponerse a trabajar sin grandes
discursos, sencillamente.
Y para los educadores la gran llamada a seguir creyendo en los
jóvenes, porque en el corazón del joven de hoy sigue latiendo una llamada al
heroísmo, a la generosidad, a la entrega desinteresada. Sí, ese es el gran reto
para los educadores. Creer en los jóvenes, como Dios creyó en Francisco cuando
todavía era un muchacho, como Dios ha creído en estos doscientos cincuenta
jóvenes que se han acercado a Orduña este verano.
Javier Segura
Fuente: Revista Omnes