COMENTARIO AL EVANGELIO DE NUESTRO OBISPO D. CÉSAR: «LA VOCACIÓN PROFÉTICA DE LA IGLESIA»

Las lecturas de este domingo coinciden en un tema común: el rechazo del profeta.

Ezequiel, Pablo y, finalmente, Jesús, son rechazados por llamar a la conversión a su pueblo. Ezequiel es enviado a un pueblo obstinado y rebelde que ha ofendido a Dios. El profeta debe cumplir su misión tanto si le hacen caso como si no. Así sabrán que «hubo un profeta en medio de ellos».

San Pablo reconoce que, para que no sea soberbio le han metido en la carne «una espina, un ángel de Satanás» que le abofetea. Se refiere a las dificultades que tuvo que experimentar en el ejercicio de su ministerio: insultos, privaciones, persecuciones y los sufrimientos padecidos por Cristo y su evangelio. Esos son los obstáculos que, interpretados como debilidades, convierten su ministerio en una lucha permanente.

Jesús, finalmente, después de enseñar en la sinagoga de Nazaret, padece también el rechazo de su pueblo, por la única razón de que es uno de los suyos. Aun reconociendo que posee sabiduría y que sus manos realizan milagros, se escandalizan de él y le rechazan. «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa», sentencia Jesús admirado de su falta de fe.

El destino del auténtico profeta siempre está marcado con el estigma del rechazo. De ahí que resulte tan incómodo ser profeta y existan tan pocos. Proclamar la verdad y la conversión, llamar a los rebeldes a la obediencia y proponer la vida evangélica es determinarse a abrazar la cruz. La palabra de Dios, y su proclamación, no admite componendas. Jesús nos advierte que no se puede servir a dos señores: a Dios y a los poderes de este mundo. 

Por eso el profeta, si quiere salvar su vida y ministerio, debe afrontar su destino, sin temer los juicios que puedan emitir sobre él. Así le dice Dios a Ezequiel: «Y tú, hijo de hombre, no los temas, ni temas sus palabras, aunque te rodeen cardos y espinas, y estés sentado sobre escorpiones: no temas sus palabras ni te espantes de ellos, porque son un pueblo rebelde. Les dirás mis palabras, te escuchen o no te escuchen, porque son unos rebeldes» (Ez 2,6).

Los cristianos, sacerdotes y, sobre todo, los obispos, en cuanto profetas, tenemos una ineludible vocación profética, que, a causa de nuestra natural debilidad, nos cuesta ejercer por el temor a ser rechazados o incomprendidos por quienes rechazan de antemano la verdad, la justicia y el orden moral. Nos acobarda el juicio que viene de fuera y nos olvidamos del juicio que viene de Dios. 

Para fortalecer nuestro carisma profético, conviene no olvidar lo que dice Dios a Ezequiel: «Si yo digo al malvado “morirás inexorablemente”, y tú no lo habías amonestado ni le habías advertido que se apartara de su perversa conducta para conservar la vida, el malvado morirá por su culpa; pero a ti te pediré cuenta de su vida. En cambio, si amonestas al malvado y él no se convierte de su maldad y de su perversa conducta, entonces él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida» (Ez 3,18-19).

Salvar o perder la vida es un tema predilecto de la predicación de Jesús. Nos jugamos la vida en la medida en que permanecemos fieles a Dios y a su palabra. Nos desautorizamos si, en el equilibrio de falsas componendas, ponemos sordina a la Palabra de Dios. Por eso Dios le hace comer a Ezequiel el rollo de su palabra. «Abre la boca y come lo que te doy —le dice—. Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un documento enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito en el anverso y en el reverso; tenía escrito elegías, lamentos y ayes» (Ex 2, 8-10). De igual modo, Jesús nos advierte de la ruina que conlleva edificar una casa —en este caso la Iglesia— si no tiene como fundamento su Palabra.

 + César Franco

Obispo de Segovia.

Fuente: Diócesis de Segovia