Significación del culto rendido al corazón eucarístico
Dominio público |
Pío XII ha precisado claramente cómo este culto sintetiza todo el
dogma y toda la moral: “Se trata del culto del amor con el que Dios nos
ha amado por medio de Jesús, a la vez, a la vez que es el ejercicio del amor
que nosotros tenemos a Dios y a los demás hombres”.
Paralelamente, el Vaticano II nos presenta – y con maravillosa insistencia – “la celebración del sacrificio eucarístico” como “la raíz, el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana. La eucaristía, añade el concilio, “contiene todo el tesoro espiritual de la Iglesia” y es la fuente y la cima de toda la evangelización”.
De esta comparación se sigue una constante: el magisterio de la Iglesia nos insinúa (es lo menos que podía decirse) que el sacrificio eucarístico, por una parte, y el culto rendido al corazón de Jesús, por otra, son ambos el centro de la vida del cristiano y de la propia Iglesia ¿Cómo no iban a ser entonces también los centros de irradiación de sus pensamientos?
Si el mundo y la Iglesia tienen como razón de
ser al señor presente de una forma gloriosa, aunque escondida, y soberanamente
amante en la eucaristía, si la acción amante de Cristo eucarístico es la razón
de ser suprema del obrar de la Iglesia, ¿cómo no concluir que este obrar
inmanente que es la reflexión teológica debe tomar como punto de partida al
Cristo actualmente amante y actuante en la eucaristía y elaborar así una
síntesis en torno a este misterio de los misterios, resumiendo ante todo los
dos polos de atracción aquí evocados, el corazón de Cristo y su eucaristía?
De nuevo el magisterio nos sirve de guía en este intento de
síntesis de dos síntesis cuando nos propone tributar un “culto particular al
corazón eucarístico de Jesús” y nos especifica simultáneamente su objeto:
“No percibimos bien la fuerza del amor que impulsó a Cristo a
entregarse a nosotros en alimento espiritual si no es honrando con un culto
particular al corazón eucarístico de Jesús, que tiene como finalidad
recordarnos, según las palabras de nuestro predecesor de feliz memoria León
XIII, el “acto de amor supremo con el que nuestro Redentor, derramando todas
las riquezas de su corazón instituyó el adorable sacramento de la eucaristía a
fin de permanecer con nosotros hasta el fin de los siglos. Y Ciertamente que no
es una mínima parte de su corazón”.
La Iglesia honrando al corazón eucarístico de Jesús, quiere
adorar, amar y alabar el doble acto de amor, increado y creado, eterno y
temporal, divino y humano, teándrico en una palabra, con el que el Verbo
encarnado y humanizado decidió aplicar para siempre los frutos de su sacrificio
redentor renovándolo en el curso de la historia, e incorporarse así la
humanidad en una unión mucho más íntima que la de la Esposa y la del Esposo con
el poder se su Espíritu para gloria de su padre. ¿No es en la institución de la
eucaristía donde alcanzan su punto culminante los tres fines jerarquizados de
la encarnación redentora: la salvación del mundo, la exaltación del Hijo del
hombre, que atrae todo a sí; la gloria delk Padre, que todo lo recapitula en su
Bienamado?
Veamos, en efecto, la finalidad de la institución de la eucaristía
que nos presenta el papa Pío XII: “A fin de permanecer con nosotros hasta el
fin de los siglos”; dicho de otra manera, hasta el fin de la historia
universal. ¿Por qué? Precisamente Cristo quiere permanecer con nosotros para
salvarnos aplicándonos los méritos de su pasión, y de este modo ser amado por
nosotros y poder luego ofrecernos a su padre en Él y con ÉL. Es nuestro amor al
Hijo único e que nos salva glorificándole; manifestándonos las riquezas de su
amor en la eucaristía nos da el que le amemos a Él y glorifiquemos al Padre,
fuente y termino supremo de este amor.
Si las palabras de Pío XII subrayan sobre todo la presencia real,
la misa y la comunión connotan también la eucaristía como sacrificio y como
sacramento ¿No leemos también en la misma encíclica Haurietis aquas estas
frases?
“La divina eucaristía – sacramento que Él da a los hombres y
sacrificio que e hace inmolarse perpetuamente desde que el sol se levanta hasta
que se pone- y, por lo mismo, el sacerdocio, son dones del Sagrado Corazón de
Jesús”.
Podemos, pues, mantener legítimamente que ya la encíclica
Haurietis aquas contiene los gérmenes de una definición del objeto del culto
rendido al corazón eucarístico de Jesús que la que nos ofrece. Este objeto
incluye el amor sacrificial con el que Cristo, Cordero dse Dios, se inmola
perpetuamente por la humanidad pecadora en todas la smisas de la historia; amor
actual que actualiza, renovándola, la oblación del Calvario. Este mismo amor es
el que adoramos en el corazón eucarístico del Cordero triunfante y constantemente
inmolado.
¿No vienen ahora a coincidir una corriente de la mística medieval,
siempre válida, y a través de ella, una corriente agustiniana?
“En otro tiempo, la devoción insistía, ante todo y casi
exclusivamente, en las relaciones de la eucaristía con el corazón de Jesús
enfocado en el acto mismo de su sacrificio en el Calvario… La eucaristía no
era, por asi decirlo, más que la sangre del corazón de Jesús derramada en la
cruz, con la que las almas s epurifican y alimentan. No se desconocía, desde luego,
el misterio de Jesús considerado simplemente en la eucaristía, pero se prefería
adorarlo allí en su función precisa de víctima que continúa su sacrificio y que
lo aplica a la salmas”.
En el siglo XIII ya el escritor místico Ubertino de Casale
precisaba admirablemente las relaciones de la eucaristía con el sagrado corazón
en el marco d ela tradición agustiniana:
“Todo sacrificio visible es sacramento, es decir, signo sagrado de
un sacrificio invisible. Por eso, el sacrificio inefable que Cristo hace de sí
mismo tanto en el augusto misterio de nuestros altares como en el altar de la
cruz es el signo invisible que hace constantemente de sí mismo en el inmenso
templo de su corazón”.
El sacrificio visible de la misa, signo que nos representa y nos
aplica el sacrificio de la cruz desde ahora invisible, pero hecho visible en el
altar, es también, a la luz de la misma tradición agustiniana, el signo visible
y eficaz del sacrificio invisible y actual de la humanidad, que consiste en lo
que Cristo ha ofrecido en su nombre y se asocia a ello. Cristo se ofrece al
Padre durante la celebración de los sagrados misterios como cabeza de la
Iglesia y de la humanidad para integrar a todas las personas humanas en su
gesto oblativo. El corazón, donador de la eucaristía, quiere encerrar en él
todos los corazones que se consagran a Él para ofrecerles con Él al Padre.
Nos parece pues, que el objeto, íntegramente considerado, del
culto rendido por la Iglesia al corazón eucarístico de Jesús puede expresarse
así:
“La Iglesia, honrando y adorando el corazón eucarístico de Jesús,
ama el doble acto de amor, eterno e históricamente pasado, con el que nuestro
Redentor instituyó el sacrificio y el sacramento de la eucaristía, y el doble
acto de amor eterno y actual, increado y divino, pero también creado,
voluntario y sensible, que le incita a inmolarse ahora y perpetuamente, en las
manos de sus sacerdotes, al Padre por nuestra salvación; a permanecer
incesantemente entre nosotros, en nuestros tabernáculos, y a unirse físicamente
a cada persona humana en la comunicación a fin de amar hoy en nosotros y con
nosotros a todos los hombres con amor sacrificial.”
Esta perspectiva presenta un gran número de ventajas. Subraya el valor existencial y actual del culto ofrecido al corazón eucarístico del Redentor. El aspecto histórico (sin historicismo), acentuado en la definición de León XIII y recogido por Pío XII, se mantiene y amplifica; no es solamente el acto de amante institución de la eucaristía y la permanencia de la presencia real del triple amor de cristo lo que adoramos en ese corazón eucarístico, sino también su oblación actual victimal y su holocausto de amor constantemente renovado.
Podemos de este modo destacar mejor el realismo sacramental
eclesial de este culto; todas las dimensiones de la eucaristía se contemplan en
un culto inseparable del acto cultual, con el que el propio Cristo construye,
edifica y culmina sin cesar su Iglesia haciéndola crecer. De esta forma, la
Iglesia adora el acto vital y vivificante de amor que le mantiene sin cesar en
la existencia y la despliega en el espacio y en el tiempo.
A esta dimensión “vertical” se añaden las ventajas “horizontales”
de esta exposición. Si el corazón eucarístico de Jesús connota su unión de amor
con cada comulgante, el culto que se le tributa favorece una irradiación
incesantemente creciente de la gracia sacramental propia de la eucaristía, la
gracia del crecimiento dinámico d ela caridad fraterna sobrenatural y
sacrificial que derrama en el mundo para la salvación eterna de la almas y también
de los cuerpos. Adorando a Cristo como víctima sacramental, el comulgante bebe,
con la sangre preciosa, el amor extático que mana de su corazón siempre
abierto. El corazón eucarístico es el corazón del Cordero que hace de cada
comulgante un corredentor, dándole a amar a su prójimo más alejado no sólo como
él se ama a sí mismo, sino también hasta llegar al sacrificio de uno mismo, que
caracteriza el auténtico amor de sí mismo. Esta caridad realiza perfectamente
la gradiosa conclusión de la epístola de Santiago: El que saca a un pecador de
su perdición, salva a su alma de la muerte y cubre una multitud de pecados (5,
20).
Así entendido, el corazón eucarístico del Cordero constantemente
inmlado es verdaderamente el corazón de Cristo total; el corazón en el que
todos los hombres de buena voluntad, ofreciéndose a sí mismos con Él como
víctimas, se consuman en el amor unificador, en la unión con el Padre y entre
ellos por su mediación.
¿hay que desarrollar largamente el mérito bíblico de esta exposición? Se aproxima muchísimo la versión joánica del Apocalipsis. “San Juan vio al Cordero en el cielo, en la gloria, ante el trono, igual a Dios; de pie, como inmolado; no degollado, sino vivo y ostentando las nobles cicatrices de las heridas que le causaron la muerte (cf. Ap 5, 6-14). El Cordero del que nos habla el Apocalipsis veintinueve veces es una víctima, pero una víctima, pero una víctima de nuevo viva”.
El Cordero pascual inmolado aparece en el poema
joánico como vencedor, y la expresión tan cara a San Juan, significa “la
soberanía de Cristo, que domina la historia y el mundo, asociado a Dios en la
glorificación de los elegidos. El autor del Apocalipsis ha visto al Cordero
redentor adorado en el cielo a causa de su sacrificio, de su inmolación, y
haciendo participar de su gloria a todos aquellas que han sabido aprovecharse
de su sangre para expiación de sus culpas.
El objeto integral del culto rendido al corazón eucarístico del
Cordero (tal como lo enfocamos en lo que nos parece ser un desarrollo legítimo
de los principios establecidos por el magisterio) corresponde tanto al doble
aspecto, doloroso y glorioso, del Cordero del Apocalipsis joánico como a las
dos vertientes (muerte y resurrección) del misterio pascual.
Este objeto integral nos parece también estar insinuado en parte
en la iconografía cristiana primitiva del Sagrado Corazón: una lámpara en forma
de cordero, d ecuyo seno brota una fuente eterna de aceite para comunicar a los
hombres luz y santidad. Y para significar que, por los méritos de su pasión, el
Cordero derrama sus bondades, hay una cruz en el pecho y en la cabeza, y ésta
última coronada de una paloma, símbolo del Espíritu Santo. El Cordero está
reposando sobre un altar o presenta su costado abierto y sangrando, o también
de pie en su trono; su sangre, que sale de cinco llagas, se reúne en una
sola corriente y va a caer en un cáliz.
Si queremos comparar el objeto de este culto eclesial al culto eucarístico de Jesús con el culto tributado al Sagrado Corazón de Jesús o a la Eucaristía (y tal comparación es tan necesaria como inevitable para comprender mejor el sentido de las actitudes de la Iglesia), hay que decir lo que sigue: por una parte, “el culto tributado al corazón eucarístico de Jesús no difiere esencialmente del culto tributado al sagrado Corazón de Jesús…; solamente la devoción al corazón eucarístico aísla uno de sus actos”, a saber el acto de amor por el cual Cristo instituye la eucaristía, y – añadiríamos nosotros – la celebra como ministro principal, inmolándose de nuevo y entregándose en la comunión.
Por otra parte, y paralelamente, podríamos decir que el culto rendido
al corazón eucarístico tiene el mismo objeto material que el culto de la
eucaristía, pero asilando su objeto formal: el amor, el acto de amor al que
acabamos de aludir. Hay pues, en el seno de una cierta convergencia de estos
tres cultos, diferencias de acentos que la propia Iglesia ha tardado algún
tiempo en ver claramente.
Dado que el corazón eucarístico es “la fuente y la cima de toda
evangelización”, resulta normal que sea también el punto de partida y la meta
de una teología sistemática. Su punto de partida: una teología que quiere
arrancar de la realidad para reflexionar sobre ella.
Fuente: ACI