La muerte y la vida
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Dominio público |
En el mismo instante se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. Y al momento Jesús, conociendo en sí mismo la virtud salida de él, vuelto hacia la muchedumbre, decía: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Y le decían sus discípulos: Ves que la muchedumbre te oprime y dices ¿quién me ha tocado? Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer; asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad. Entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu dolencia.
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: -Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro? Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: -No temas; basta que tengas fe. No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos, que eran unas mujeres que se contrataban para llorar por los que morían, entre los judíos: las plañideras.
Entró y les dijo: -¿Qué
estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida. Se
reían de Él. Pero Él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la
niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le
dijo: -Talitha qumi (que significa: “contigo hablo, niña, levántate”, en
arameo, dialecto del hebreo). La niña se puso en pie inmediatamente y
echó a andar -tenía doce años-. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en
que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña”» (Marcos
5, 25-34).
I. La Liturgia de este Domingo nos habla de la muerte y de
la vida. La Primera lectura nos enseña que la muerte no entraba en el plan
inicial del Creador: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de
los vivientes; es consecuencia del pecado. Jesucristo la aceptó «como necesidad
de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la
tierra. Jesucristo la aceptó (...) para vencer al pecado». La muerte angustia el
corazón humano, pero nos conforta saber que Jesús aniquiló la muerte. No es ya
el acontecimiento que el hombre debe temer ante todo. Es más, para el creyente
es el paso obligado de este mundo al Padre.
El Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús que llega de
nuevo a Cafarnaún, donde le espera una gran muchedumbre. Con especial necesidad
y fe le aguardan el jefe de la sinagoga, Jairo, que tiene una hija a punto de
morir, y una mujer con una larga enfermedad en la que había gastado toda su
fortuna; ambos sienten una especial urgencia de Él. Por el camino hacia la casa
de Jairo tiene lugar la curación de esta enferma, que ha depositado toda su
esperanza en Cristo.
Jesús se ha detenido para confortar a esta mujer. En esto, le comunican al jefe de la sinagoga: Tu hija ha muerto; ¿para qué molestar ya al Maestro? Pero Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan para que fueran testigos del milagro que realizará a continuación. Llegan a casa de Jairo, y ve el alboroto, y a los que lloran y a las plañideras. Y al entrar, les dice: ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se reían de Él... No comprenden que para Dios la verdadera muerte es el pecado, que mata la vida divina en el alma. La muerte terrena es, para el creyente, como un sueño del que despierta en Dios.
Así la consideraban los primeros cristianos. No quiero que estéis ignorantes -exhortaba San Pablo a los cristianos de Tesalónica- acerca de los que durmieron, para que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza. No podemos afligirnos como quienes nada esperan después de esta vida, porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios a los que se durmieron con Él los llevará consigo. Hará con nosotros lo que hizo con Lázaro: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo. Y cuando los discípulos piensan que se trataba del sueño natural, el Señor claramente afirma: Lázaro ha muerto.
Cuando llegue la muerte
cerraremos los ojos a esta vida y nos despertaremos en la Vida auténtica, la
que dura por toda la eternidad: al atardecer nos visita el llanto, por la
mañana, el júbilo, rezamos con el Salmo responsorial. El pecado es la auténtica
muerte, pues es la tremenda separación -el hombre rompe con Dios-, junto a la
cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es cosa más liviana y
provisional. Quien crea en Mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree
en Mí no morirá jamás. La muerte, que era la suprema enemiga, es nuestra
aliada, se ha convertido en el último paso tras el cual encontramos el abrazo
definitivo con nuestro Padre, que nos espera desde siempre y que nos destinó
para permanecer con Él. «Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados,
no tengas miedo... Porque Él ya sabe que le amas..., y de qué pasta estás
hecho.
»-Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo
pródigo: ¡pero has de buscarle!». Tú sabes, Señor, que te busco día y noche.
II. Dice Jesús a Jairo: No ha muerto, sino que duerme.
«Estaba muerta para los hombres, que no podían despertarla; para Dios, dormía,
porque su alma vivía sometida al poder divino, y la carne descansaba para la
resurrección. De aquí se introdujo entre los cristianos la costumbre de llamar
a los muertos, que sabemos que resucitarán, con el nombre de durmientes».
No es la muerte corporal un mal absoluto. «No olvides,
hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar
con la gracia divina: el pecado», pues «muerte del alma es no tener a Dios».
Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Dios: es la
mayor tragedia que puede sucederle. Se aparta radicalmente de Dios, por la
muerte de la vida divina en su alma; pierde los méritos adquiridos a lo largo
de su vida y se incapacita para adquirir otros nuevos; queda sujeto de algún
modo a la esclavitud del demonio, y disminuye en él la inclinación natural a la
virtud. Tan grave es que «todos los pecados mortales, aun los de pensamiento,
hacen a los hombres hijos de la ira (Ef 2, 3) y enemigos de Dios». Por la fe
conocemos que un solo pecado -sobre todo el mortal, pero también los pecados
veniales- constituye un desorden peor que el mayor cataclismo que asolara toda
la tierra, porque «el bien de gracia de un solo hombre es mayor que el bien
natural del universo entero».
El pecado no sólo perjudica a quien lo comete: también
daña a la familia, a los amigos, a toda la Iglesia, y «se puede hablar de una
comunión en el pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja
consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no
existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente
individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado
repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el
conjunto eclesial y en toda la familia humana».
Pidamos con frecuencia al Señor tener siempre presente el
sentido del pecado y su gravedad, no poner jamás el alma en peligro, no
acostumbrarnos a ver el pecado a nuestro alrededor como algo de poca
importancia, y saber desagraviar por las faltas propias y por las de todos los
hombres. Que el Señor pueda decir al final de nuestra vida: No ha muerto, sino
que duerme. Él nos despertará entonces a la Vida.
III. Jesús no hace el menor caso a aquellos que se reían
de Él; por el contrario, haciendo salir a todos, toma consigo al padre y a la
madre y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la
mano de la niña, le dice: Talita qum, que significa: Niña, a ti te lo digo,
levántate. Y enseguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce
años; y quedaron llenos de asombro.
Los Evangelistas nos han transmitido este detalle humano de Jesús: y dijo que dieran de comer a la niña. A Jesús -perfecto Dios y hombre perfecto- también le preocupan los asuntos relativos a la vida aquí en la tierra, pero muchísimo más todo aquello que hace relación a nuestro destino eterno. San Jerónimo, comentando estas palabras del Señor: no está muerta, sino dormida, señala que «ambas cosas son verdad, porque es como si dijera: está muerta para vosotros, y para mí dormida». Si amamos la vida corporal, ¡cuánto más hemos de apreciar la vida del alma!
El cristiano que trata de seguir de
cerca a Cristo, detesta el pecado mortal y habitualmente no incurre en faltas
graves, aunque nadie está confirmado en la gracia. Y esa convicción de la
propia debilidad nos llevará a evitar las ocasiones de pecado mortal, aun las
más remotas. ¡Vale mucho la vida del alma! Y ese amor a la vida de la gracia
nos moverá a la práctica asidua de la mortificación de los sentidos, a no
fiarnos de nosotros mismos, ni de una larga experiencia, ni del tiempo que
quizá llevamos siguiendo al Señor...; nos facilitará el amar la Confesión
frecuente y la sinceridad plena en la dirección espiritual.
Para asegurar esa vida del alma debemos mantener la lucha
lejos de las situaciones límite de lo grave y lo leve, de lo permitido o
prohibido. Los pecados veniales deliberados producen un tremendo daño en las
almas que no luchan decididamente para evitarlos. Sin impedir la vida de la
gracia en el alma, la debilitan, porque hacen más difícil el ejercicio de las
virtudes y menos eficaces los suaves impulsos del Espíritu Santo, y disponen
-si no se reacciona con energía- para caídas más graves.
Pidamos a la Virgen nuestra Madre que nos otorgue el don
de apreciar, por encima de todos los bienes humanos, incluso de la misma vida
corporal, la vida del alma, y que nos haga reaccionar con contrición verdadera
ante las flaquezas y errores; que podamos decir con el Salmista: ríos de
lágrimas derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley. No importa tanto la
muerte corporal como mantener y aumentar la vida del alma.