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| Dominio público |
Seguir a Cristo, entonces y ahora, significa
entregar el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y nuestra misma
vida. Se entiende bien que para seguir al Señor sea necesario guardar la santa
pureza y purificar el corazón. Nos lo dice San Pablo en la Segunda lectura:
Huid de la fornicación... ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os
pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un gran precio. Glorificad, por
tanto, a Dios en vuestro cuerpo. Nadie como la Iglesia ha enseñado jamás la
dignidad del cuerpo. «La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la
gloria de Dios en el cuerpo humano».
La castidad, fuera o dentro del matrimonio, según
el estado y la peculiar vocación recibida, es absolutamente necesaria para
seguir a Cristo y exige, junto a la gracia de Dios, la lucha y el esfuerzo
personal. Las heridas del pecado original (en la inteligencia, en la voluntad,
en las pasiones y afectos) no desaparecieron con él cuando fuimos bautizados;
por el contrario, introduce un principio de desorden en la naturaleza: el alma,
en formas muy diversas, tiende a rebelarse contra Dios, y el cuerpo contra la
sujeción al alma, los pecados personales remueven el mal fondo que dejó el
pecado de origen y abren las heridas que causó en el alma.
La santa pureza, parte de la virtud de la
templanza, nos inclina prontamente y con alegría a moderar el uso de la
facultad generativa, según la luz de la razón ayudada por la fe. Lo contrario
es la lujuria, que destruye la dignidad del hombre, debilita la voluntad hacia
el bien y entorpece el entendimiento para conocer y amar a Dios, y también para
las cosas humanas rectas. Frecuentemente, la impureza lleva consigo una fuerte
carga de egoísmo, y sitúa a la persona en posiciones cercanas a la violencia y
a la crueldad; si no se le pone remedio, hace perder el sentido de lo divino y
trascendente, pues un corazón impuro no ve a Cristo que pasa y llama; queda
ciego para lo que realmente importa.
Los actos de renuncia («no mirar», «no hacer», «no
desear», «no imaginar»), aunque sean imprescindibles, no lo son todo en la
castidad; la esencia de la castidad es el amor: es delicadeza y ternura con
Dios, y respeto hacia las personas, a quienes se ve como hijos de Dios. La
impureza destruye el amor, también el humano, mientras que la castidad
«mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida».
La pureza es requisito indispensable para amar.
Aunque no es la primera ni la más importante de las virtudes, ni la vida
cristiana se puede reducir a ella, sin embargo, sin castidad no hay caridad, y
es ésta la primera virtud y la que da su perfección y el fundamento a todas las
demás.
Los primeros cristianos, a quienes San Pablo dice
que han de glorificar a Dios en su cuerpo, estaban rodeados de un clima de
corrupción, y muchos de ellos provenían de ese ambiente. No os engañéis -les
decía el Apóstol-. Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros...
heredarán el reino de Dios. Y eso fuisteis alguno de vosotros... A éstos les
señala San Pablo que han de vivir con esmero esta virtud poco valorada, incluso
despreciada en aquellos momentos y en aquella cultura. Cada uno de ellos ha de
ser un ejemplo vivo de la fe en Cristo que llevan en el corazón y de la riqueza
espiritual de la que son portadores. Lo mismo nosotros.
II. Debemos tener
la convicción firme de que la santa pureza se puede vivir siempre, aunque sea
muy fuerte la presión contraria, si se ponen los medios que nos da Dios para
vencer y se evitan las ocasiones de peligro.
Para vivirla, es indispensable tener una buena
formación, tratando esta materia con finura y sentido sobrenatural, pero con
claridad y sin ambigüedades, en la dirección espiritual, para completar o
rectificar de este modo las ideas poco exactas que se puedan tener. A veces,
problemas mal calificados de escrúpulos están motivados porque no se terminó de
hablar a fondo de ellos, y se resuelven cuando se refieren con claridad los
hechos objetivos en la dirección espiritual y en la Confesión.
El cristiano que de verdad quiere seguir a Cristo
ha de unir la pureza de alma a la pureza del cuerpo: tener ordenados los
afectos, de tal manera que Dios ocupe en todo momento el centro del alma. Por
eso, la lucha por vivir esta virtud y por crecer en ella se ha de extender
también al campo de los afectos, a la «guarda del corazón», y a todas aquellas
materias que indirectamente puedan facilitarla o dificultarla: mortificación de
la vista, de la comodidad, de la imaginación, de los recuerdos.
Para luchar con eficacia en adquirir y perfeccionar
esta virtud debemos, en primer lugar, estar hondamente convencidos de su valor,
de su absoluta necesidad, y de los incontables frutos que produce en la vida
interior y en el apostolado. Esta gracia es necesario pedírsela al Señor,
porque no todos lo entienden. Otra condición que fundamenta la eficacia de esta
lucha es la humildad : tiene auténtica conciencia de su propia debilidad quien
se aparta decididamente de las ocasiones peligrosas; quien reconoce con
contrición y sinceridad sus descuidos concretos; quien pide la ayuda necesaria;
quien reconoce con agradecimiento el valor de su cuerpo y de su alma.
Quizá, según épocas o circunstancias, una persona
deberá luchar con más intensidad en un campo, y a veces en otro bien diverso:
la sensibilidad que, sin mortificación, podría estar más viva por no haberse
evitado causas voluntarias más o menos remotas; lecturas que, aunque no sean
claramente impuras, pueden dejar en el alma un clima de sensualidad; falta de
cuidado en la guarda de la vista...
Otros campos relacionados con esta virtud de la
santa pureza, y que es preciso cuidar y guardar, son: los sentidos internos
(imaginación, memoria), que, aunque no se detuvieran directamente en
pensamientos contra el noveno mandamiento, son con frecuencia ocasiones de
tentaciones, y supone muy poca generosidad con el Señor no evitarlos; la guarda
del corazón, que está hecho para amar, y al que debemos darle un amor limpio
según la propia vocación, y en el que siempre debe estar Dios ocupando el
primer lugar. No podemos ir con el corazón en la mano, como ofreciendo una
mercancía. Relacionadas con la guarda del corazón están la vanidad, la
tendencia a llamar la atención, a ser el centro; el afán desmedido de encontrar
siempre respuestas afectivas por parte de los demás; las preferencias y
predilecciones menos ordenadas...
III. Para seguir a
Cristo con un corazón limpio y para ser apóstol en medio de las circunstancias
que a cada uno le han tocado vivir es necesario ejercer una serie de virtudes
humanas y otras sobrenaturales, apoyados en la gracia, que nunca nos faltará si
ponemos lo que está de nuestra parte y la pedimos con humildad.
Entre las virtudes humanas que ayudan a vivir la
santa pureza está la laboriosidad, el trabajo constante, intenso. Muchas veces
los problemas de pureza son de ocio o de pereza. También son necesarias la
valentía y la fortaleza para huir de la tentación, sin caer en la ingenuidad de
pensar que aquello no hace daño, sin falsos pretextos de edad o de experiencia.
La sinceridad plena, contando toda la verdad con claridad, estando prevenidos
contra el «demonio mudo», que tiende a engañarnos, quitando entidad al pecado o
a la tentación, o agrandándolo para hacernos caer en la tentación de la
«vergüenza de hablar». La sinceridad es completamente necesaria para vencer,
pues sin ella el alma se queda sin una ayuda imprescindible.
Ningún medio sería suficiente si no acudiéramos al
trato con el Señor en la oración y en la Sagrada Eucaristía. Allí encontramos
siempre la ayuda necesaria, las fuerzas que hacen firme la propia flaqueza, el
amor que llena el corazón, siempre insatisfecho con todo lo de este mundo
porque fue creado para lo eterno. En el sacramento de la Penitencia purificamos
nuestra conciencia, recibimos gracias específicas del sacramento para vencer en
aquello, quizá pequeño, en lo que fuimos vencidos, y también la fortaleza que
da siempre una verdadera dirección espiritual.
Si queremos entender el amor a Jesucristo, como lo
entendieron los Apóstoles, los primeros cristianos y los santos de todos los
tiempos, es necesario vivir esta virtud de la santa pureza; si no, nos pegamos
a la tierra y no entendemos nada.
Acudimos a Santa María, Mater Pulchrae Dilectionis,
Madre del Amor Hermoso, porque Ella crea en el alma del cristiano la delicadeza
y la ternura filial donde puede crecer esta virtud. Y nos concederá la recia
virtud de la pureza si acudimos con amor y confianza.
