El Cardenal Raniero Cantalamessa en la segunda predicación de Adviento desarrolló el tema del anuncio de la vida eterna, “el anuncio más consolador que nos ofrece la fe en Cristo”
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La
palabra Pascua —Pesah en
hebreo— significa paso y en latín se traduce como transitus”. A pesar de poder
hacer una interpretación negativa de este término, citando a San Agustín dijo:
“Hacer Pascua, explicó, significa, sí, pasar, pero «pasar hacia lo que no
pasa»; significa «pasar desde el mundo, para no pasar con el mundo»[1].
Pasar con tu corazón antes de pasar con el cuerpo”. Lo que nunca pasa es la
eternidad.
Redescubrir la fe más allá de la vida
“Debemos redescubrir la fe en un más allá de la vida. Esta es
una de las grandes contribuciones que las religiones pueden dar juntas al
esfuerzo de crear un mundo mejor y más fraterno. Nos hace entender que todos
somos compañeros de viaje, en camino hacia una patria común donde no hay
distinciones de raza o nación. Tenemos en común no sólo el camino, sino también
la meta”, afirmó el purpurado.
“Para los cristianos, indica el predicador, la fe en la vida
eterna no se basa en argumentos filosóficos discutibles sobre la inmortalidad
del alma. Se basa en un hecho preciso, la resurrección de Cristo, y en su
promesa: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. [...] Voy a prepararos un
lugar” (Jn 14,2).
Un eclipse de fe
Cantalamessa se pregunta ¿qué le ha sucedido a la verdad
cristiana de la vida eterna?
Comienza citando a algunos filósofos como Hegel, Feuerbach y
Marz, quienes “lucharon contra la creencia en una vida después de la muerte (…)
La idea de una supervivencia personal en Dios es reemplazada por la idea de una
supervivencia en la especie y en la sociedad del futuro. Poco a poco, con la
sospecha, sobre la palabra «eternidad» cayeron el olvido y el silencio”.
A los
planteamientos de estos filósofos, se une “la secularización” y de ella dice:
“el secularismo es sinónimo de temporalismo, de reducir lo real a la sola
dimensión terrenal. Significa la eliminación radical del horizonte de la
eternidad”.
¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de
eternidad?, se pregunta Cantalamessa. “San Pablo refiere el propósito de los
que no creen en la resurrección de los muertos: «Comamos, bebamos, muramos
mañana» (1 Cor 15,32). El deseo natural de vivir siempre, distorsionado, se
convierte en deseo, o frenesí, de vivir bien, es decir,
placenteramente, incluso a expensas de los demás, si es necesario (…) Una vez
que el horizonte de la eternidad ha caído, el sufrimiento humano parece doble e
irremediablemente absurdo. El mundo se parece a «un hormiguero que se
desmorona», y el hombre a «un diseño creado por la ola en la orilla del mar que
la ola siguiente borra”.
Fe en la eternidad y evangelización
Cantalamessa argumenta que “La fe en la vida eterna constituye
una de las condiciones de posibilidad de la evangelización. «Pero si Cristo no
ha resucitado, —escribe el Apóstol— vana es nuestra predicación y vana también
vuestra fe (…) por eso añade, El anuncio de la vida eterna constituye la fuerza
y el mordiente de la predicación cristiana. Veamos lo que sucedió en la
primerísima evangelización cristiana”.
Ante un mundo que pone todo el acento en el disfrute en esta
vida, pensar en el más allá, en una vida más plena y brillante que la terrena
nos muestra que, “somos seres finitos capaces de infinito» (ens
finitum, capax infiniti), seres mortales con un anhelo secreto de
inmortalidad”. El predicador cita a San Agustín: «¿De qué sirve vivir bien, si
no se da el vivir siempre?»[2].
Y concluye este apartado afirmando: “A los hombres de nuestro tiempo que
cultivan lo profundo del corazón esta necesidad de eternidad, sin tal vez tener
el valor de confesarlo incluso a sí mismos, les podemos repetir lo que Pablo
decía a los atenienses: «Lo que veneráis sin conocerlo, yo os lo vengo a
anunciar» (cf. Hch 17,23).
La fe en la eternidad como medio de
santificación
Cantalamessa insiste en que “Una fe renovada en la eternidad no
nos sirve sólo para la evangelización, es decir, para que el anuncio que hay
que hacer a los demás; nos sirve, antes todavía, para imprimir un nuevo impulso
a nuestro camino de santificación. Su primer fruto es hacernos libres, no
apegarnos a las cosas que pasan: aumentar el propio patrimonio o el propio
prestigio”.
Pero también advierte que “El enfriamiento de la idea de
eternidad actúa sobre los creyentes, disminuyendo en ellos la capacidad de
afrontar con valentía el sufrimiento y las pruebas de la vida. Debemos
redescubrir parte de la fe de san Bernardo y de san Ignacio de Loyola. En toda
situación y ante cada obstáculo, se decían a sí mismos: «Quid hoc ad aeternitatem?»,
¿qué es esto frente a la eternidad?”
A la anterior advertencia, añade: “cuando perdemos la medida de
todo lo que es la eternidad: las cosas y los sufrimientos terrenales arrojan
fácilmente nuestra alma a tierra. Todo nos parece demasiado pesado,
excesivo”. A este aparente peso de la vida y de las cosas, Cantalamessa
añade: “Muchos preguntan: «¿En qué consistirá la vida eterna y qué haremos todo
el tiempo en el cielo?». La respuesta está en las palabras apofáticas del
Apóstol que acabamos de oír: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede
pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman”.
La eternidad: una esperanza y una presencia
Para el creyente, la eternidad no es sólo una promesa y una
esperanza, o, como pensaba Karl Marx, un volcar en el cielo las expectativas
decepcionadas de la tierra. Es también una presencia y una experiencia. En
Cristo «la vida eterna que estaba junto al Padre se hizo visible». Nosotros
—dice Juan—, la hemos oído y visto con nuestros propios ojos, contemplado y
tocado (cf. 1 Jn 1,1-3), dice Cantalamessa.
Esta presencia de la eternidad en el tiempo se llama Espíritu
Santo, afirma el purpurado, se le define como «las arras de nuestra herencia»
(Ef 1,14; 2 Cor 5,5), y se nos ha dado porque, habiendo recibido las primicias,
anhelamos la plenitud.
Refiriéndose a las acusaciones contra la vida eterna, según las
cuales, la expectativa de la eternidad distrae del compromiso con la tierra y
del cuidado de la creación, el Cardenal recuerda que: “Antes de que las
sociedades modernas asumieran la tarea de promover la salud y la cultura, de
mejorar el cultivo de la tierra y las condiciones de vida del pueblo, ¿Quién ha
llevado a cabo estas tareas más y mejor que ellos —los monjes en primera línea—
que vivían de fe en la vida eterna?”
Cantalamessa recuerda el Cántico de las Criaturas de San
Francisco de Asís, que lejos de alejar a los seres humanos de su acción y
compromiso en el mundo, lo confirma y dice del santo fundador: “El pensamiento
de la vida eterna no le había inspirado despreciar este mundo y las criaturas,
sino un entusiasmo y gratitud aún mayores por ellos y había hecho que el dolor
actual fuera más llevadero para él”.
El predicador de la Casa Pontificia concluye: “Nuestra
meditación hoy sobre la eternidad ciertamente no nos exime de experimentar con
todos los demás habitantes de la tierra la dureza de la prueba que estamos
experimentando; sin embargo, al menos debería ayudarnos a los creyentes a no
sentirnos abrumados por ella y a ser capaces de infundir valor y esperanza
incluso en aquellos que no tienen el consuelo de la fe”.
El Cardenal invitó a orar:
Oh, Dios, que unes
los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que
prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del
mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos[3].
[1] San Agustín, Tratados
sobre Juan 55, 1: CCL 36, 463s.
[2] San Agustín, Tratados
sobre el evangelio de Juan, 45, 2: PL 35,1720.
[3] Oración
colecta del Domingo XXI del Tiempo Ordinario.
Ciudad del Vaticano
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