La esperanza no defrauda, sino que nos
atrae, y da un sentido a nuestra vida: ella es el don de Dios que nos atrae
hacia la vida y la alegría eterna. En la Conmemoración de los fieles difuntos
el Santo Padre Francisco celebró la Santa Misa en la Iglesia del Camposanto
Teutónico del Vaticano. La homilía improvisada del Sumo Pontífice fue un himno
a la esperanza, "regalo de Dios y ancla" de la que debemos sujetarnos
en los momentos más oscuros de nuestra vida.
La esperanza cristiana, don de Dios
Un ancla en el más allá
Francisco reflexionó también sobre las
tantas cosas feas que nos llevan a la desesperación hasta creer que “todo será
una derrota final, que después de la muerte no habrá nada”. En esos momentos
“vuelve la voz de Job:” "sé que mi Redentor está vivo y que, en el final,
se levantará sobre el polvo y lo veré, yo mismo, con estos ojos".
El Papa recordó también que la
esperanza, como dijo Pablo "no defrauda”: ella “nos atrae y da un sentido
a nuestra vida”.
Yo no veo el más allá. Pero la esperanza
es el don de Dios que nos atrae hacia la vida, hacia la alegría eterna. La
esperanza es un ancla que tenemos del otro lado: nosotros, aferrándonos a la
cuerda, nos sujetamos. “Sé que mi Redentor está vivo y lo ver”: repetir esto en
los momentos de alegría y en los malos momentos, en los momentos “de muerte”,
por decirlo así. (...)El Señor nos recibe allí, donde está el ancla. La vida en
la esperanza es vivir así: aferrándose, con la cuerda en la mano, fuerte,
sabiendo que el ancla está ahí. Y esta ancla no decepciona: no defrauda.
Y porque “nunca podremos tener la
esperanza con nuestras propias fuerzas”, "debemos pedirla", reiteró
el Papa, puesto que es "un don gratuito que nunca merecemos: es dada, es
donada. Es gracia". Es el mismo Señor quien "confirma esto",
afirmó Francisco, recordando Sus palabras: “Todo aquel que me da el Padre viene
hacia mí, y al que viene a mí yo no lo echaré fuera, porque he bajado del
cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”.
Sé que mi Redentor vive y yo mismo lo
veré
Concluyendo la homilía, las palabras del
Santo Padre están dedicadas a los tantos hermanos y hermanas que se han ido,
pero también a quienes aún aquí estamos: Hoy, - dijo finalmente- en el
pensamiento de tantos hermanos y hermanas que se han ido, nos hará bien mirar
los cementerios y mirar hacia arriba y repetir, como hizo Job: “Sé que mi
Redentor vive y lo veré, yo mismo; mis ojos lo contemplarán, y no otro”. Esta
es la fuerza que nos da la esperanza, este don gratuito que es la virtud de la
esperanza. "Que el Señor nos lo dé a todos".
Al comienzo de la celebración, el rector del colegio teutónico, Monseñor Hans-Peter Fischer dirigió su saludo al Papa Francisco, señalando que los participantes en la celebración en la pequeña iglesia están en comunión con todos los que los han precedido y que allí “duermen el sueño de la paz”: los santos de “la puerta de al lado”, que nos recuerdan cada día que “'bebiendo' el tiempo de la vida, aún vivimos”.
En las
oraciones de los fieles, la asamblea se dirigió al Señor rezando por el Papa,
para que Su instinto, el Espíritu Santo y el amor del pueblo cristiano,
"continúen apoyándolo y guiándolo en su obra de purificación de la
Iglesia". Se rezó también por los migrantes, "para que con sus vidas
laceradas, huyendo de las guerras, las catástrofes naturales y las
persecuciones, puedan ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados porque
se puede aprender algo de todos y nadie es inútil". Y se rezó por todos
nosotros, "para que el dolor, la incertidumbre, el miedo y la conciencia
de nuestros propios límites" que ha traído la pandemia nos lleve a
"repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización
de nuestras sociedades y sobre todo el significado de nuestra existencia".
Por
último, se rezó por el pueblo de Dios, "para que experimente una Iglesia
más humana y cercana, comunidad de estilo familiar que habite en las fatigas de
las personas y las familias", y para que sea "una presencia que sepa
unir el amor a la verdad y el amor a cada hombre". Y se oró por todos los
difuntos "sin rostro, sin voz y sin nombre, para que Dios Padre los acoja
en la paz eterna, donde no hay más ansiedad ni dolor".
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