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| TATJANA SPLICHAL | DRUŽINA |
¿Qué sentido
tiene la misa? Respondo con las palabras del escritor Georges Bernanos: “El
demonio de nuestro corazón se llama ‘¿De qué sirve…?’”. Respondo sobre todo con
Cristo a otro “¿De qué sirve…?” que convirtió a san Francisco Javier: “¿De qué
le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?”. El
hombre es una brizna de “paja que se lleva el viento” (Sal 1).
Si no ponemos
nuestra ancla para atrapar la fuga del tiempo, nuestra vida se derramará como
la sangre de una herida. El domingo es el ancla del tiempo donde el hombre
aprende a morir a lo visible para cultivar lo invisible. Hay que “vivir según
el domingo”, según la expresión de los Padres, porque el hombre no puede vivir
sin memoria y sin esperanza. Sin hacer memoria de la salvación de Dios lograda
a través de la Cruz, sin entrar ya en la luz del Resucitado.
La memoria nos permite habitar el presente, la esperanza nos permite avanzar hacia Cristo, el Oriente de nuestras vidas. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna” (Jn 6,54). El filósofo francés Gabriel Marcel decía: “Amar a alguien es decirle: ‘tú no morirás jamás’”. Sólo Dios puede decirlo.
La misa, a través de la escucha de la
Palabra eterna, a través de la comunión efectiva o, al menos, del deseo, porque
Dios no es tacaño con sus gracias al cuerpo resucitado del Señor, da a nuestro
cuerpo de muerte la promesa de la inmortalidad. La eucaristía es la garantía de
nuestra resurrección que nos permite “anticipar a las vigilias de la noche” (Sal 119).
La misa
dominical marca el ritmo de la vida cristiana por la virtud del rito. El rito
ordena la existencia, da un control sobre el tiempo que pasa. “Pero si vienes
en cualquier momento, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón… Es bueno que
haya ritos. –Qué es un rito?– dijo el principito. –Es algo también demasiado
olvidado –dijo el zorro. –Es lo que hace que un día sea diferente de los otros
días”.
Si vamos a la
misa cada domingo, es para “endomingarnos” el cuerpo y el alma, extirparnos de
la fugacidad de las cosas y hacernos perdurar, decía la beata Isabel de la
Trinidad, “inmóviles y apacibles, como si [nuestros corazones] estuvieran ya en
la eternidad”.
