LA FE DE UN CENTURIÓN
II. El crecimiento de la
fe.
III. Humildad para
perseverar en la fe.
«Cuando terminó de decir
todas estas palabras al pueblo que le escuchaba, entró en Cafarnaún. Había allí
un centurión que tenía un criado enfermo y moribundo a quien estimaba mucho.
Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos para rogarle
que viniera a curar a su criado. Ellos, cuando llegaron junto a Jesús, le
rogaban encarecidamente diciendo: «Merece que hagas esto, pues aprecia a
nuestro pueblo y él mismo nos ha construido una sinagoga».
Jesús, pues, se puso
en camino con ellos. Y no estaba ya lejos de la casa cuando el centurión le
envió unos amigos para decirle: «Señor no te tomes esa molestia, porque no soy
digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado
digno de venir a ti; pero di una palabra y mi criado quedará sano. Pues también
yo soy un hombre sometido a disciplina y tengo soldados bajo mis órdenes: digo
a éste: ve, y va; y al otro: ven, y viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace».
Al oírlo, Jesús quedó admirado de él, y volviéndose a la multitud que le
seguía, dijo: «Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe». Y cuando
volvieron a casa, los enviados encontraron sano al siervo. (Lucas 7,1-10)
I. El Evangelio de la Misa
(Lucas 7, 1-10) nos narra que unos ancianos de los judíos llegaron con Jesús
para interceder por un Centurión que tenía un criado enfermos, al que estimaba
mucho. Este gentil era muy apreciado por sus grandes virtudes; además era un
hombre generoso que había costeado la sinagoga de Cafarnaún.
Los
judíos le insisten a Jesús: merece que le concedas esto, aprecia a nuestro
pueblo. Sobre todo sobresale por su fe humilde, pues cuando Jesús se acerca a
su casa, envió una embajada al Maestro para decirle: Señor, yo no soy digno que
entres en mi casa, pero di una palabra y mi criado quedará sano. Esta fe llena
de humildad conquistó el corazón de Jesús: quedó admirado de él, y volviéndose
a la multitud que le seguía, dijo: Os digo que ni aun en Israel he hallado
tanta fe.
La
humildad es la primera condición para creer, para acercarnos a Cristo. San
Agustín, al comentar este pasaje, asegura que fue la humildad la puerta por
donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía (Sermón 46, 12).
II. Meditemos hoy cómo es
nuestra fe y pidamos a Jesús que nos otorgue la gracia de crecer en ella, día a
día. San Agustín enseñaba que tener fe es: “Credere Deo, credere Deum, credere
in Deum” (Sermón 144). Es decir: creer a Dios que sale a nuestro encuentro y se
da a conocer; creer todo lo que Dios dice y revela; y, por último, creer en
Dios, amándole, confiar sin medida en Él.
Progresar
en la fe es crecer en estas facetas. La primera, que reside en el afán de
conocer mejor a Dios, se concretará en la fidelidad a la verdad revelada por
Dios, proclamada por la Iglesia, predicada y protegida por su Magisterio. Creer
a Dios nos lleva a verle muy cerca de nuestro vivir diario, a tratarle
diariamente en diálogo amoroso en la oración y en medio del trabajo, de
alegrías y tristezas.
Creer
en Dios es la coronación y gozo de los otros dos: Es el amor que lleva consigo
la fe verdadera.
III. La fe verdadera nos une
a Cristo y nos da una seguridad que está por encima de toda circunstancia
humana. Pero para tener esa fe necesitamos la fe del Centurión: sabernos nada
ante Jesús; no desconfiar jamás de su auxilio, aunque alguna vez tarde en
llegar o venga de distinto modo a como esperábamos.
San
Agustín afirmaba que todos los dones de Dios pueden reducirse a éste: “Recibir
la fe y perseverar en ella hasta el último instante de la vida”(Sobre el don de
la perseverancia). En Nuestra Madre encontramos esa unión profunda entre fe y
humildad. Pidámosle que nos enseñe a crecer en ellas.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org