El pasado 26 de julio
fue ordenado diácono en la concatedral de Soria José Antonio García
Izquierdo, el mismo lugar
en el que fue bautizado 35 años antes
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José Antonio García Izquierdo |
Además de todo
el periodo de discernimiento vocacional y formación este joven vio pospuesta su
ordenación debido a la pandemia de coronavirus que estaba prevista para el mes
de marzo.
Al igual que muchos de los nuevos sacerdotes y
diáconos que se han ido ordenando en los últimos años, José Antonio primero completó sus estudios y desarrolló
una extensa carrera profesional pese a su juventud.
Licenciado en Traducción e Interpretación por la Universidad de
Valladolid y Máster en Traducción e Industrias de la Lengua por el ISTI de
Bruselas, trabajó como gestor de proyectos de traducción en varias empresas de
Bruselas y Barcelona. En su última etapa laboral, desarrolló su profesión como
autónomo en Soria trabajando para empresas internacionales y nacionales.
Fue ya en enero de 2014, tras un período de
discernimiento vocacional cuando ingresó en el Seminario Santo Domingo de
Guzmán de la Diócesis de Osma-Soria.
Justo antes de su ordenación diaconal José Antonio
quiso ofrecer su
testimonio vocacional y también estos meses en los que ha tenido que
esperar debido a la pandemia:
Testimonio de José Antonio García
Izquierdo
Hace ya más de tres meses que hice los ejercicios
espirituales previos a mi ordenación diaconal. Salí del monasterio de Silos
sintiéndome muy amado de Dios, como en una nube, pero, al llegar a Almazán,
comprobé con sorpresa que el mundo había cambiado: el coronavirus se había
extendido por todo el país a gran velocidad. Una semana después, por prudencia, decidimos aplazar mi
ordenación y, a las pocas horas, el Gobierno declaró el estado de
alarma.
Estos meses han
sido un campo de batalla en que había que ganar terreno centímetro a
centímetro. El primer
combate fue rápido, quirúrgico, sin anestesia: hacer pública la
suspensión de mi ordenación. Era solo un aplazamiento, pero costó pulsar el
botón “enviar” en la pantalla de mi móvil.
El segundo combate se prolongó durante meses. El
confinamiento y la suspensión del culto público decretada por nuestro obispo
habían limitado al máximo nuestros movimientos para poder ayudar a la gente en
lo espiritual y en lo material. La batalla se había transformado en una guerra de trincheras en
que, en la mayoría de las ocasiones, había que tragarse el orgullo, aceptar con
alegría la imposibilidad de hacer nada y contentarse con realizar incursiones
rápidas, casi furtivas, en campo enemigo, para hacer avanzar el frente aunque
fuera unos metros.
Este ánimo nos
empujó a realizar, entre otros hechos de armas, las retrasmisiones de las misas
de Almazán por YouTube, la publicación semanal de Es Domingo, la pastoral del
móvil, el dar la comunión a quien lo necesitaba, la dirección espiritual a
distancia o el consolar y dar esperanza aunque fuera a través de WhatsApp.
No obstante, en la guerra de trincheras, no es tan
importante el hacer como el ser. En las trincheras, rara vez el soldado traba
combate directo con su adversario, porque su función principal es la de
aguantar en su posición y vigilar los posibles avances del enemigo. Y el
diácono, el sacerdote y el obispo son ante todo vigías. Dios nos elige para hacernos
atalayas y vigías a fin de evitar los ataques del Enemigo y que el pueblo de
Dios pierda terreno. Ser vigía es muchas veces simplemente aguantar,
pero el aguantar de los diáconos, los sacerdotes y los obispos no es un
aguantar a la fuerza, sino un aguantar por amor de Dios.
Para aguantar
por amor de Dios, hay que conocer a Dios y, para conocerlo, hay que estar
muchas veces con Él: no se puede a amar a quien uno no conoce. Por eso, nuestra
principal arma y defensa fue la oración diaria por nosotros y por la Iglesia:
“Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo” (Liturgia
de las horas. Responsorio breve. Segundas vísperas del oficio común de pastores).
Aunque pueda sorprender, doy muchas gracias a Dios por estos meses en las trincheras,
porque creo firmemente que se ha servido de esta situación a fin de prepararme
mejor para el diaconado. Con todo, no quiero que os llevéis a engaño, la
trinchera es un lugar malsano en que un pequeño corte con un clavo oxidado
puede provocar una gangrena mortal.
Por eso, este
período en las trincheras ha sido un tiempo de combate espiritual que me ha
enseñado humildad: uno, con sus solas fuerzas y talentos, puede bien poco. He
experimentado vivamente que basta que nos alejemos un poco de Dios para perder
el camino.
Ninguno podemos
confiar en estar completamente evangelizados: solo somos simples criaturas, tan
limitadas y débiles para los realizar los bellos planes de Dios que creo que,
si Él nos retirara su apoyo, su gracia -aunque fuera un momento-, seríamos como
la llama de una vela en mitad de un huracán. El ser humano solo puede actuar
“como si todo dependiera [de él] […], sabiendo que en realidad todo depende de
Dios” (Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).
Doy gracias a
Dios por haberme mostrado su Iglesia eterna a través de las vidas de los santos que,
providencialmente, saltaron un día en la reproducción automática de YouTube.
Han sido las tropas de élite que necesitábamos en los momentos de mayor
peligro: san Agustín, san Juan de la Cruz y san Francisco de Sales. Ha sido
maravilloso ver cómo la vida de estos santos estimulaba al siguiente para ser
santo. La Iglesia es como una gran familia en que la santidad de una generación
engendra a la siguiente. Lo que hace de la Iglesia un ejército temible para el
Enemigo es la santidad de Dios reflejada y hecha vida en los cristianos de
todos los tiempos.
“El mundo había cambiado” -así comenzaba mi
testimonio- pero, en estos meses también me he dado cuenta de que, en medio de
la vorágine de los trágicos acontecimientos que hemos vivido, y a pesar de los
vaivenes de la historia, la Cruz permanece intacta. ¡La Cruz de Jesús! Ahí resplandece el misterio del amor de
Dios, que sufre nuestra muerte para darnos vida. La Cruz de Jesús es un
ancla de esperanza que nos mantiene firmes ante la brutalidad de los vientos de
la historia.
Y yo quiero
seguir desplegando la bandera de la Cruz al viento de la historia, para que las
próximas generaciones sepan -como nosotros lo sabemos- que, bajo esta bandera
santa, la victoria de Cristo es la nuestra y que no hay ejército ni fuerza que
pueda derrotarnos: ¡hemos nacido para vencer siempre!
Fuente: ReL