EL AMOR Y LA CRUZ
II. El sentido y los frutos del dolor.
III. Mortificaciones voluntariamente buscadas.
“En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos: -«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la
perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un
hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para
recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria
de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Os aseguro que
algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo
del hombre con majestad»” (Mateo 16,24-28).
I. Jesús había llamado a
sus discípulos y éstos, dejándolo todo, le siguieron. Iban tras el Maestro por
los caminos de Palestina, recorriendo ciudades y aldeas, compartiendo con Él
alegrías, fatigas, hambre, cansancio... También, en ocasiones, expusieron su
vida y su honra por Jesús. Pero esta compañía externa se fue convirtiendo, poco
a poco, en un seguimiento interior, se fue realizando una transformación de sus
almas. Este seguimiento más hondo requiere algo más que el desprendimiento, e
incluso el abandono efectivo de casa, hogar, familia, bienes... Así se lo
manifestó el Señor, como leemos en el Evangelio de la Misa: si alguno quiere
venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Negarse
a sí mismo significa renunciar a ser uno el centro de sí mismo. El único centro
del verdadero discípulo sólo puede ser Cristo, a Quien se dirigen
constantemente los pensamientos, los afanes, el quehacer ordinario que se
convierte en una verdadera ofrenda al Señor.
Cargar
con la Cruz indica que se está dispuesto a morir. El que coge el madero y lo
pone sobre sus hombros acepta su destino, sabe que su vida terminará en esa
cruz. Tomar la cruz expresa una decisión resuelta, indica que estamos
dispuestos a seguirle, si fuera preciso, hasta la muerte, que queremos imitarle
en todo, sin poner límite alguno. Para seguir a Cristo hemos de identificar
nuestra voluntad con la suya, que tomó con decisión el madero y lo llevó hasta
el Calvario, donde se ofrecería a Dios Padre en una oblación de valor y amor
infinitos.
Hemos
de considerar frecuentemente que la Pasión y Muerte en la Cruz es la máxima
expresión de su entrega al Padre y de su amor por nosotros. Ciertamente, el
menor acto de amor de Jesús, la más pequeña de sus obras, aun niño, tenía un
valor meritorio infinito para obtener a todos los hombres, pasados y presentes
y los que habrían de venir a lo largo de los siglos, la gracia de la redención,
la vida eterna y todas las ayudas necesarias para llegar a ella.
Pero, a pesar de todo, quiso sufrir todos los
horrores de la Pasión y de la Muerte en la cruz para mostrarnos cuánto amaba al
Padre, cuánto nos amaba a cada uno de nosotros. En ocasiones, manifestó a sus
discípulos esta urgencia de amor que le llenaba el alma: Tengo que recibir un
bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!. El Espíritu Santo nos
ha dejado escrito a través de San Juan que tanto amó Dios al mundo que le
entregó a su Hijo Unigénito. Jesús entregó voluntariamente su vida por amor
hacia nosotros, pues nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por
sus amigos.
Jesucristo
revela las ansias incontenibles de entregar su vida por amor. Y si queremos
seguirle, no ya externamente sino hondamente, identificándonos con Él, ¿cómo
podremos rechazar la Cruz, el sacrificio, que tan íntimamente está relacionado
con el amor y con la entrega? El seguir a Cristo de cerca nos llevará a la
abnegación más completa, a la plenitud del amor, a la alegría más grande. La
abnegación, la identificación con su santa voluntad en todo, limpia, purifica,
clarifica el alma y la diviniza. «Tener la Cruz, es tener la alegría: ¡es
tenerte a Ti, Señor!».
II. Se cuenta de un alma santa
que al ver cómo todos los sucesos le eran contrarios y a una prueba le sucedía
otra, y a una calamidad un desastre mayor, se volvió con ternura al Señor y le
preguntó: Pero, Señor, ¿qué te he hecho?, y oyó en su corazón estas palabras:
Me has amado. Pensó entonces en el Calvario y comprendió un poco mejor cómo el
Señor quería purificarla y asociarla a Él en la redención de tantas gentes que
andaban perdidas, lejos de Dios. Y se llenó de paz y de alegría.
En
nuestra vida vamos a encontrar penas, como todos los hombres. «Si vienen
contradicciones, está seguro de que son una prueba del amor de Padre, que el
Señor te tiene». Son ocasiones inmejorables para mirar con amor un crucifijo y
contemplar a Cristo y comprender que Él, desde la Cruz, nos está diciendo: «a
ti te quiero más», «de ti espero más». Quizá sea una enfermedad dolorosa que
rompe todos nuestros proyectos, o la desgracia que llega a esas personas que
más queríamos, o el fracaso profesional... Señor, ¿qué te he hecho? Y nos
responderá calladamente que nos quiere y que desea una entrega sin límites a su
santa voluntad, que tiene una «lógica» distinta a la humana. Llega el momento
de la aceptación y del abandono, y comprendemos, quizá más tarde, ese inmenso
bien. ¡Cuántas gracias daremos entonces al Señor!.
Muchas
veces, sin embargo, la Cruz la encontraremos en asuntos pequeños, que salen a
nuestro paso los más de los días: el cansancio, el no disponer del tiempo que
desearíamos, el tener que renunciar a un plan más agradable que nos habíamos
forjado, el llevar con caridad los defectos de otras personas con las que
convivimos o trabajamos, una pequeña humillación que no esperábamos, la aridez
en la oración... Ahí nos espera también el Señor; nos pide que sepamos aceptar
esas contradicciones, pequeñas o grandes, sin quejas estériles, sin malhumor,
sin rebeldía. Nos pide amor, recoger eso que nos contraría y ofrecerlo como una
joya de mucho valor. Nuestros pequeños sufrimientos, unidos a los de Cristo en
la Cruz, cobran un valor infinito para reparar por tantos pecados que se
cometen cada día en la tierra, y por los nuestros también.
El
dolor, llevado con y por amor, tiene otros muchos frutos: satisface por
nuestros pecados, purifica el alma, «y profundiza y refuerza nuestro carácter y
nuestra personalidad. Nos da una comprensión y una capacidad de simpatía por
nuestro prójimo que no puede adquirirse de otra manera. De hecho nos abre la
vida interior del mismo Cristo, y al hacerlo así nos une más estrechamente a
Él.
A
menudo el sufrimiento profundo es también un punto decisivo en nuestras vidas,
y conduce al principio de un nuevo fervor y una nueva esperanza», a una nueva
manera, más honda y más llena, de entender la propia existencia. Pero dolor y
sufrimiento no son tristeza. La Cruz, llevada junto a Cristo, llena el alma de
paz y de una profunda alegría en medio de las tribulaciones. La vida de los
santos está llena de alegría; un júbilo que el mundo no conoce porque hunde sus
raíces en Dios.
III. Si alguno quiere venir
en pos de Mí... Nada en el mundo deseamos más que seguir a Cristo de cerca;
ninguna otra cosa, ni la propia vida, amamos más que ésta: identificarnos con
Él, hacer nuestros sus deseos y los sentimientos que tuvo aquí en la tierra.
Estamos junto a Él no sólo cuando todo nos va bien, sino también al aceptar con
paciencia las adversidades, contentos de poder acompañarle en su camino hacia
la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos.
Pero
si nos limitáramos solamente a esperar las tribulaciones, las contrariedades,
el dolor que no podemos evitar, faltaría generosidad a nuestro amor. Sería una
actitud que escondería el deseo de contentarnos con lo mínimo. «Sería actuar
con una disposición remisa, que bien podría expresarse con estas palabras:
¿Mortificación? ¡Bastantes sinsabores tiene ya la vida! ¡Ya tengo suficientes
preocupaciones!
»Sin
embargo, la vida interior necesita demasiado de la mortificación, como para no
buscarla activamente. La mortificación que nos viene dada es importante y
valiosa, pero no debe ser excusa para rehuir una generosa expiación voluntaria,
que será señal de un verdadero espíritu de penitencia: Yo te ofreceré
voluntario sacrificio; cantaré, ¡oh Yahvé!, tu nombre, porque es bueno (Sal 53,
8)».
Precisamente
la Iglesia nos propone un día ala semana, el viernes, para que examinemos el
sentido penitencial de nuestra vida, a la luz de la Pasión de Cristo. En este
día, muchos cristianos consideran más detenidamente los misterios de dolor de
la vida de Cristo, o hacen el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o meditan o
leen la Pasión del Señor... Es un día para que examinemos cómo llevamos
habitualmente las contradicciones, y la generosidad, fruto del amor, con que
buscamos esa mortificación voluntaria, en cosas quizá pequeñas, que vence
constantemente el egoísmo, la pereza, el deseo de quedar bien en todo, de ser
habitualmente el centro...
Mortificaciones
pequeñas para hacer más amable la vida a los demás: ser cordiales en el trato,
vencer los estados de ánimo que nos llevarían quizá a tener un tono más adusto
en el trato, sonreír cuando quizá tendemos a mostrarnos serios, cuidar la
puntualidad en el trabajo o estudio, comer algo menos de aquello que más nos
gusta o tomar un poco más de aquello que menos nos apetece, no comer entre
horas, mantener el orden en la mesa de trabajo, en el armario, en la
habitación... Mortificar la curiosidad, cuidar con particular esmero la guarda
de los sentidos, no quejarse ante el calor, el frío o el excesivo tráfico...
Al
terminar hoy la meditación sobre las palabras de Jesús: si alguno quiere venir
en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, le decimos en la
intimidad de nuestra oración: «Dame, Jesús, Cruz sin cirineos. Digo mal: tu
gracia, tu ayuda me hará falta, como para todo; sé Tú mi Cirineo. Contigo, mi
Dios, no hay prueba que me espante...
»-Pero,
¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? -Yo te digo, Señor, que Contigo
estaría alegremente triste». «No perdiéndote a Ti, para mí no habrá pena que
sea pena».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org