LA VIRTUD DE LA HUMILDAD
II. Carácter activo de la humildad.
III. El camino de la humildad.
“En aquel tiempo, Jesús
se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea,
saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: -«Ten compasión de mí,
Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: -«Atiéndela, que viene
detrás gritando.» Él les contestó: -«Sólo me han enviado a las ovejas
descarriadas de Israel.» Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió:
-«Señor, socórreme.» Él le contestó: -«No está bien echar a los perros el pan
de los hijos.» Pero ella repuso: -«Tienes razón, Señor; pero también los perros
se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.» Jesús le respondió:
-«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» En aquel momento
quedó curada su hija” (Mateo 15,21-28).
I. Narra San Mateo en el
Evangelio de la Misa que Jesús se retiró con sus discípulos a tierras de
gentiles, en la región de Tiro y de Sidón. Allí se les acercó una mujer que, a
grandes gritos, imploraba: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente
atormentada por el demonio. Jesús la oyó y no contestó nada. Comenta San
Agustín que no le hacía caso precisamente porque sabía lo que le tenía
reservado: no callaba para negarle el beneficio, sino para que lo mereciera
ella con su perseverancia humilde.
La
mujer debió de insistir largo rato, de tal manera que los discípulos, cansados
de tanto empeño, dijeron al Maestro: Atiéndela y que se vaya, pues viene
gritando detrás de nosotros. El Señor le explicó entonces que Él había venido a
predicar en primer lugar a los judíos. Pero la mujer, a pesar de esta negativa,
se acercó y se postró ante Jesús, diciendo: ¡Señor, ayúdame! Ante la
perseverante insistencia de la mujer cananea, el Señor le repitió las mismas
razones con una imagen que ella comprendió enseguida: No está bien tomar el pan
de los hijos y echárselo a los perrillos. Le dice de nuevo que ha sido enviado
primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los paganos. El gesto
amable y acogedor de Jesús, el tono de sus palabras, quitarían completamente
cualquier tono hiriente a la expresión.
Las
palabras de Jesús llenaron aún más de confianza a la mujer, quien, con gran
humildad, dijo: Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las
migajas que caen de las mesas de sus amos. Reconoció la verdad de su situación,
«confesó que eran señores suyos aquellos a quienes Él había llamado hijos». El
mismo San Agustín señala que aquella mujer «fue transformada por la humildad» y
mereció sentarse a la mesa con los hijos. Conquistó el corazón de Dios, recibió
el don que pedía y una gran alabanza del Maestro: ¡Oh mujer, grande es tu fe!
Hágase como tú quieres. Y quedó sanada su hija en aquel instante. Sería
seguramente más tarde una de las primeras mujeres gentiles que abrazaron la fe,
y siempre conservaría en su corazón el agradecimiento y el amor al Señor.
Nosotros, que nos encontramos lejos de la fe y de la humildad de esta mujer, le
pedimos con fervor al Maestro: «Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso
que me hagas muy humilde.
»El
sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu caridad, endiósame: que
yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento
que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al
trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al
anonadamiento del Sagrario.
»-Que
me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi
nada». Sólo así podré seguirte como Tú quieres y como yo quiero: con una fe
grande, con amor hondo, sin condición alguna.
II. Se cuenta en la vida de
San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de los lazos que el
demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El santo, después de
esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: «Señor, ¿quién podrá escapar
de tantos lazos?». Y oyó una voz que le contestaba: «Antonio, el que sea
humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los
soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende; mas a las
personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas».
Nosotros,
si queremos servir al Señor, hemos de desear y pedirle con insistencia la
virtud de la humildad. Nos ayudará a desearla de verdad el tener siempre
presente que el pecado capital opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la
vocación que hemos recibido del Señor, lo que más daño hace a la vida familiar,
a la amistad, lo que más se opone a la verdadera felicidad... Es el principal
apoyo con que cuenta el demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra
que el Espíritu Santo trata incesantemente de edificar.
Con
todo, la virtud de la humildad no consiste sólo en rechazar los movimientos de
la soberbia, del egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima
Madre experimentaron movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la
virtud de la humildad en grado sumo. La palabra humildad tiene su origen en la
latina humus, tierra; humilde, en su etimología, significa inclinado hacia la
tierra; la virtud de la humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de
todo lo que hay de Dios en las criaturas. En la práctica, nos lleva a reconocer
nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e indigencia ante Dios. Los santos
sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios y en reconocer que
sólo Él es grande, y que en comparación con la suya todas las grandezas humanas
están vacías y no son sino mentira.
La
humildad se fundamenta en la verdad, sobre todo en esta gran verdad: es
infinita la distancia entre la criatura y el Creador. Por eso, frecuentemente
hemos de detenernos para tratar de persuadirnos de que todo lo bueno que hay en
nosotros es de Dios, todo el bien que hacemos ha sido sugerido e impulsado por
Él, y nos ha dado la gracia para llevarlo a cabo. No decimos ni una sola jaculatoria
si no es por el impulso y la gracia del Espíritu Santo; lo nuestro es la
deficiencia, el pecado, los egoísmos. «Estas miserias son inferiores a la misma
nada, porque son un desorden y reducen a nuestra alma a un estado de abyección
verdaderamente deplorable». La gracia, por el contrario, hace que los mismos
ángeles se asombren al contemplar un alma resplandeciente por este don divino.
La
mujer cananea no se sintió humillada ante la comparación de Jesús, señalándole
la diferencia entre los judíos y los paganos; era humilde y sabía su lugar
frente al pueblo elegido; y porque fue humilde, no tuvo inconveniente en
perseverar a pesar de haber sido aparentemente rechazada, en postrarse ante
Jesús... Por su humildad, su audacia y su perseverancia obtuvo una gracia tan
grande. Nada tiene que ver la humildad con la timidez, la pusilanimidad o con
una vida mediocre y sin aspiraciones. La humildad descubre que todo lo bueno
que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el orden de
la gracia, pertenece a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos; y
tanto don nos mueve al agradecimiento.
III. «A la pregunta
"¿cómo he de llegar a la humildad?", corresponde la contestación
inmediata: "por la gracia de Dios" (...). Solamente la gracia de Dios
puede darnos la visión clara de nuestra propia condición y la conciencia de su
grandeza que origina la humildad». Por eso hemos de desearla y pedirla
incesantemente, convencidos de que con esta virtud amaremos a Dios y seremos
capaces de grandes empresas a pesar de nuestras flaquezas...
Junto
a la petición, hemos de aceptar las humillaciones, normalmente pequeñas, que
surgen cada día por motivos tan diversos: en la realización del propio trabajo,
en la convivencia con los demás, al notar las flaquezas, al ver las
equivocaciones que cometemos, grandes y pequeñas. De Santo Tomás de Aquino se
cuenta que un día fue corregido por una supuesta falta de gramática mientras
leía; la corrigió según le indicaban. Luego, sus compañeros le preguntaron por
qué la había corregido si él mismo sabía que era correcto el texto tal como lo
había leído. Y el Santo contestó: «Vale más delante de Dios una falta de
gramática, que otra de obediencia y de humildad». Andamos el camino de la
humildad cuando aceptamos las humillaciones, pequeñas o grandes, y cuando
aceptamos los propios defectos procurando luchar en ellos.
Quien
es humilde no necesita demasiadas alabanzas y elogios en su tarea, porque su
esperanza está puesta en el Señor; y Él es, de modo real y verdadero, la fuente
de todos sus bienes y su felicidad: es Él quien da sentido a todo lo que hace.
«Una de las razones por las que los hombres son tan propensos a alabarse, a
sobreestimar su propio valor y sus propios poderes, a resentirse de cualquier
cosa que tienda a rebajarlos en su propia estima o en la de otros, es porque no
ven más esperanza para su felicidad que ellos mismos.
Por
esto son a menudo tan susceptibles, tan resentidos cuando son criticados, tan
molestos para quien les contradice, tan insistentes en salirse con la suya, tan
ávidos de ser conocidos, tan ansiosos de alabanza, tan determinados a gobernar
su medio ambiente. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se sujeta a una
paja. Y la vida prosigue, y cada vez están más lejos de la felicidad...». Quien
lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas; y si llegan procura
enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La humildad se manifiesta
no tanto en el desprecio como en el olvido de sí mismo, reconociendo con
alegría que no tenemos nada que no hayamos recibido, y nos lleva a sentirnos
hijos pequeños de Dios que encuentran toda la firmeza en la mano fuerte de su
Padre.
Aprendemos
a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su grandeza
ante tanta humillación, el dejarse hacer como cordero llevado al matadero,
según había sido profetizado, su humildad en la Sagrada Eucaristía, donde
espera que vayamos a verle y hablarle, dispuesto a ser recibido por quien se
acerque al Banquete que cada día prepara para nosotros, su paciencia ante
tantas ofensas...
Aprenderemos
a caminar por este sendero si nos fijamos en María, la Esclava del Señor, la
que no tuvo otro deseo que el de hacer la voluntad de Dios. También acudimos a
San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la
tarea que Dios le había encomendado.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org