La deuda para con Dios
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Dominio público |
Puesto a hacer
cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía
pagar; el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo
que tenía, y así pagase. Entonces el servidor; echándose a sus pies, le
suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo.
El
señor; compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al
salir aquel siervo, encontró a tino de sus compañeros que le debía cien denarios
y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: Págame lo que me debes. Su compañero,
echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré.
Pero no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda.
Al
ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su
señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo
malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No
debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?
Y su señor; irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la
deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no
perdona de corazón a su hermano.» (Mateo 18, 21-35)
I.
El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus
siervos, leemos en el Evangelio de la Misa. Habiendo comenzado su tarea, se
presentó uno que tenía una deuda de diez mil talentos, una suma inmensa,
imposible de pagar. Este primer deudor somos nosotros mismos; adeudamos tanto a
Dios que nos es imposible pagarlo. Le debemos el beneficio de nuestra creación,
por el cual nos prefirió a otros muchos, a quienes pudo llamar a la existencia
en nuestro lugar.
Con
la colaboración de nuestros padres formó el cuerpo, para el que creó,
directamente, un alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con el cuerpo, a
ser eternamente feliz en el Cielo. Nos encontramos en el mundo por expreso
deseo suyo. Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él
volveríamos a la nada. Nos ha dado las energías y cualidades del cuerpo y del
espíritu, la salud, la vida y todos los bienes que poseemos. Por encima de este
orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su
Hijo, por la Redención, por la filiación divina, por la llamada a participar de
la vida divina aquí en la tierra y más tarde en el Cielo con la glorificación
del alma y del cuerpo.
Le
debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, en la que tenemos la dicha
de poder recibir los sacramentos y, de modo singular, la Sagrada Eucaristía. En
la Iglesia, por la Comunión de los Santos, participamos en las buenas obras de
los demás fieles; en cualquier momento estamos recibiendo gracias de otros
miembros, de quienes están en oración o de aquellos que han ofrecido su trabajo
o su dolor... También recibimos continuamente el beneficio de los santos que ya
están en el Cielo, de las almas del Purgatorio y de los Angeles.
Todo nos llega
por las manos de Nuestra Madre, Santa María, y en última instancia por la
fuente inagotable de los méritos infinitos de Cristo, nuestra Cabeza, nuestro
Redentor y Mediador. Estas ayudas nos favorecen diariamente, preservándonos del
pecado, iluminándonos interiormente, estimulándonos a cumplir con nuestro
deber, a hacer el bien en todo momento, a callar cuando los demás murmuran, a
salir en defensa de los más débiles...
Debemos a Dios la gracia necesaria para practicar el bien,
la constancia en los propósitos, los deseos cada vez mayores de seguir a Jesucristo,
y todo progreso en las virtudes. Le debemos de modo muy particular la gracia
inmensa de la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado, y de la
que se han derivado luego tantas otras gracias y ayudas...
En verdad, somos unos deudores insolventes, que no tenemos
con qué pagar. Sólo podemos adoptar la actitud del siervo de esta parábola:
Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo
y te pagaré todo. Y como somos sus hijos, nos podemos acercar a Él con una
confianza ilimitada. Los padres no se acuerdan de los préstamos que un día,
llevados por el amor, hicieron a sus hijos pequeños. «Descansa en la filiación
divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor.
»-Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le
quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser
hijo suyo». Nuestro hermano mayor, Jesucristo, paga con creces por todos
nosotros.
II.
Ten paciencia conmigo y te pagaré todo...
En la Santa Misa ofrecemos con el sacerdote la hostia
pura, santa, inmaculada, una acción de gracias de infinito valor, y unimos a
ella la insuficiencia de nuestro pobre agradecimiento: Dirige tu mirada serena
y bondadosa sobre esta ofrenda, le suplicamos cada día; acéptala, como
aceptaste el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura
de tu sumo sacerdote Melquisedec. Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre
omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los
siglos de los siglos... Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo
pagaré.
La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede
ofrecerse a Dios. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias
al Padre, actitud interior que en diversas ocasiones se traducía al exterior en
palabras y en gestos, como han recogido los Evangelistas. Gracias te doy,
porque me has escuchado, exclama Jesús después de la resurrección de Lázaro. Y
en la multiplicación de los panes y de los peces da igualmente gracias antes de
que sean repartidos a la multitud que espera. En la Ultima Cena tomó pan, dio
gracias, lo partió..., tomó luego un cáliz, y dadas las gracias...
En el milagro de la curación de los leprosos podemos
apreciar cómo el Señor no es indiferente al agradecimiento: ¿No ha habido quien
volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?, pregunta Jesús extrañado;
y, a la vez, no deja de alertar a sus discípulos sobre el pecado de ingratitud,
en el que pueden incurrir aquellos que, a fuerza de recibir abundantes beneficios,
acaban no agradeciendo ninguno, porque se acostumbran a recibir, y llegan
incluso a considerar que les son debidos. Todo es don de Dios. Estar en
sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es
consciente del don del que es objeto. Si conocieras el don de Dios y quién es
el que te dice "dame de beber", tú le pedirías a Él, y Él te daría a
ti agua viva, hubo de aclarar el Señora la mujer samaritana, que estaba a punto
de cerrarse a la gracia.
Nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones,
que no podemos pagar, se ha de unir a la acción de gracias de Cristo en la
Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su
disposición interior se identifica con el amor. Así debemos acudir cada día al
Santo Sacrificio del Altar, diciéndole a Dios Padre, en unión con Jesucristo:
¡qué bueno eres, Padre!, ¡gracias por todo!: por aquellos bienes que contemplo
a mi alrededor y por esos otros, mucho mayores, que Tú me das y que ahora están
ocultos a mis ojos. ¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho?, nos
podemos preguntar cada día con el Salmista.
Y no hallaremos mejor forma que
participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el
sacrificio del Hijo, al que ‑a pesar de nuestra poquedad- uniremos nuestra
personal oblación: Bendice y acepta, oh Padre, esta ofrenda haciéndola
espiritual... La presencia del Señor en el Sagrario es otro motivo profundo
para darle gracias con el corazón lleno de alegría.
III.
Aunque toda la Misa es acción de gracias, ésta queda particularmente señalada
en el momento del Prefacio. En un particular clima de alegría, reconocemos y
proclamamos que es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte
gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y
eterno, por Cristo nuestro Señor.
Gracias siempre y en todo lugar... Ésa debe ser nuestra
actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia.
También cuando nos cueste entender algún acontecimiento. «Es muy grato a Dios
el reconocimiento a su bondad que supone recitar un "Te Deum" de
acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar
peso a que sea -como lo llama el mundo- favorable o adverso: porque viniendo de
sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una
prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección».
Todo es una continua llamada ut in gratiarum actione semper maneamus..., para
que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias.
Ut in gratiarum actione semper maneamus... Debemos
trasladar a nuestra vida corriente esta actitud agradecida para con Dios.
Aprovechemos los acontecimientos pequeños del día para mostrarnos agradecidos
por tantos servicios que lleva consigo la vida de familia y toda convivencia:
en el trabajo, en las relaciones sociales... Mostremos nuestra gratitud a quien
nos vende el periódico, al dependiente que nos atiende, a quien ha permitido
que podamos salir con el coche en medio del tráfico de la gran ciudad, a la
farmacéutica que tan amablemente nos ha despachado esas medicinas.
Pero el Señor nos muestra en este pasaje del Evangelio
otro modo de saldar nuestras deudas con Él: también las que hemos contraído por
las muchas culpas de nuestros pecados y faltas de correspondencia. Quiere el
Señor que perdonemos y disculpemos las posibles ofensas que los demás pueden
hacernos, pues, en el peor de los casos, la suma de las ofensas que hemos
podido recibir no superan los cien denarios, algo completamente irrelevante en
comparación de los diez mil talentos (unos sesenta millones de denarios).
Si
nosotros sabemos disculpar las pequeñeces de los demás (en algún caso quizá
también una injuria grave), el Señor no tendrá en cuenta la larga deuda que
tenemos con Él. Ésta es la condición que nos pone Jesús al final de la
parábola. Y es lo que decimos a Dios cada día al recitar el Padrenuestro:
perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden. Cuando disculpamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada «nos
asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos para el perdón».
Acabamos nuestra meditación con una oración muy frecuente
en el pueblo cristiano: Te doy gracias, Dios mío, por haberme creado, redimido,
hecho cristiano y conservado la vida. Te ofrezco mis pensamientos, palabras y
obras de este día. No permitas que te ofenda y dame fortaleza para huir de las
ocasiones de pecar. Haz que crezca mi amor hacia Ti y hacia los demás.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org