El sencillo pero improbable
camino a la fe que recorrió Fabien
La de Fabien no es la historia
de un hombre al borde del abismo personal o militantemente alejado de Dios y
que vive un espectacular camino de Damasco.
Es la historia de un hombre normal
en una familia feliz, pero donde Dios no estaba. Y su forma de aparecer fue de
lo más cotidiano, según el propio testimonio del implicado, recogido por Laurence Meurville para L'1visible:
Dios se invitó a
nuestra vida
Todo iba bien en nuestra vida: trabajo, pareja,
familia… Con mi mujer Karine y
nuestras dos hijas, éramos felices. A los 8 años, nuestra hija mayor, Liana, nos dice que quiere ir a catecismo con uno de
sus amigos de judo. Para nosotros, que no teníamos ningún contacto con la
Iglesia, es una gran sorpresa, pero ni nos planteamos contrariarla. Ella se
compromete a ir a misa una vez al mes. Nosotros la dejamos en la iglesia y esperamos en la cafetería de enfrente
a que la misa termine.
Conductor de peregrinos
Un día, el cura de la parroquia me pide si puedo llevar a los jóvenes en
peregrinación. Yo era conductor, así que acepto. ¡Tengo un buen número de
peregrinaciones en mi haber y respeto a las personas creyentes!
Una vez allí, pienso que, como de costumbre, mi
trabajo ha terminado hasta el trayecto de vuelta. Pronto me doy cuenta de que
el sacerdote cuenta conmigo para ayudarle a controlar a los jóvenes… Acepto por
cortesía, y así me entero del programa: vigilia, adoración, confesión…Vamos con
los jóvenes a una capilla y me
explican en términos sencillos en qué consiste la adoración eucarística:
“Pasar una hora sentado en un banco mirando una hostia…”
"Aquí estoy"
Curiosamente, enseguida me encuentro a gusto.
Sentado en ese banco, me siento bien. Al cabo de un cierto tiempo, se me
presenta como evidente que tengo
que confesarme para pedir perdón a Dios por primera vez en mi vida. Al
sacerdote que me recibe le explico que, a pesar de tener 40 años, va a escuchar
mi primera confesión. Me dedica todo el tiempo necesario. Siento entonces como
una mano sobre el hombro y alguien que me dice: “Aquí estoy. Y ¿si continuamos
juntos?”
Tras esta confesión y el descubrimiento de la
adoración, las cosas no pueden ser en mi vida como eran antes. Está clarísimo.
Me bautizaron a los 13 días de nacer, pero no recibí ninguna educación cristiana. Voy camino a lo
desconocido, pero muy confiado. Presionado interiormente por todo lo que me
sucede, me planteo muchas preguntas, pero no tengo miedo.
La sorpresa
A mi regreso, no sé cómo contarle a mi esposa lo que acabo de vivir.
Aunque la conozco bien, no tengo ni idea de cómo puede reaccionar…
Al cabo de una o dos semanas, me decido a lanzarme.
Recibo entonces la sorpresa y la alegría de escuchar cómo me responde: “Yo
también tengo algo que decirte…” En efecto, un domingo, durante uno de mis
desplazamientos, había
terminado por ir a misa con nuestra hija. Se había sentido muy bien y se había
echado a llorar. En resumen, ella también había vivido un encuentro con
Dios.
Ese momento de
intercambio de nuestras experiencias espirituales respectivas quedó grabado en
nuestro corazón. Para nosotros es una suerte increíble haber hecho el camino al
mismo tiempo, cada uno por su lado. Ya éramos felices juntos, pero al hacernos
descubrir Su presencia a nuestro lado, Dios nos colmó de alegría y reforzó nuestra unión.
Los sacramentos
Karine y yo comenzamos entonces a ir a misa los
domingos. No comprendemos nada. Es como un universo extraño. Quiero saber por
qué se hace tal gesto en tal o cual momento, etc. Los fieles responden con
paciencia a todas nuestras preguntas o, cuando no lo saben, nos lo dicen con
franqueza. Se nos propone prepararnos
para la confirmación y la primera comunión. Una gran felicidad.
Hoy, cada uno de nosotros tiene una tienda. Yo he
puesto una cruz encima de la caja registradora y eso da lugar a conversaciones
muy hermosas. Muchos no conocen a Dios. No se les puede reprochar no tener sed,
porque jamás han gustado de Su amor. Somos nosotros, los cristianos, quienes tenemos que suscitar en ellos el
deseo de conocerLe a través de nuestros actos y de toda nuestra vida.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Fuente:
ReL
