PRUDENTES Y SENCILLOS
II. Pedir consejo.
III. La falsa prudencia.
“En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus apóstoles: -«Mirad que os mando como ovejas entre lobos; por eso,
sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero no os fieis de la
gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os
harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio
ante ellos y ante los gentiles.
Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que
vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis
que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre
hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los
maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los
matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se
salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra. Porque os aseguro que
no terminaréis con las ciudades de Israel antes de que vuelva el Hijo del
hombre»” (Mateo 10,16-23)
I. Jesús envía a los Doce
por todo Israel anunciando que el Reino de Dios se acerca, está ya muy próximo.
Y el Maestro les da unos consejos bien precisos sobre lo que han de hacer y
decir, y les habla de las dificultades que sufrirán. Así, leemos en el Evangelio
de la Misa: Mirad que Yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues,
prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas. Han de ser cautos
para no dejarse engañar por el mal, para reconocer a los lobos disfrazados de
corderos, para distinguir a los falsos de los verdaderos profetas, y para no
dejar pasar una sola ocasión de anunciar el Evangelio y de hacer el bien. Han
de ser a la vez sencillos, porque sólo quien es así puede ganarse el corazón de
todos. Sin sencillez, la prudencia se convertirá fácilmente en astucia.
Los
cristianos hemos de andar por el mundo con estas dos virtudes, que se
fortalecen y complementan. La sencillez supone rectitud de intención, firmeza y
coherencia en la conducta. La prudencia señala en cada ocasión los medios más
adecuados para cumplir nuestro fin. San Agustín enseña que la prudencia «es el
amor que discierne lo que ayuda a ir a Dios de aquello que lo entorpece». Esta
virtud nos permite conocer con objetividad la realidad de las cosas, según el
fin último; juzgar acertadamente sobre el camino a seguir, y actuar en
consecuencia. «Prudente no es -como frecuentemente se cree- el que sabe
arreglárselas en la vida y sacar de ella el máximo provecho, sino quien acierta
a edificar la vida entera según la voz de la conciencia recta y según las
exigencias de la moral justa.
»De
este modo, la prudencia viene a ser la clave para que cada uno realice la tarea
fundamental que ha recibido de Dios. Esta tarea es la perfección del hombre
mismo», la santidad.
El
Señor nos enseñó a ser prudentes con su palabra y con su ejemplo. La primera
vez que habló en los atrios del Templo, a los doce años, todos admiraban su
prudencia. Más tarde, durante su vida pública, sus palabras y su conducta eran
tan claras como prudentes, de tal manera que sus enemigos no podían
contradecirle. No se anda el Señor con subterfugios, pero tiene en cuenta el
público a quien habla; por eso da a conocer su mesianidad de modo gradual y
anuncia su muerte en la Cruz según el grado de preparación y conocimientos de
quienes le escuchan. De Cristo hemos de aprender nosotros.
II. Para ser prudentes es
necesario tener luz en el entendimiento; así podremos juzgar con rectitud los
hechos y las circunstancias; sólo con una buena formación doctrinal religiosa y
ascética, y con la ayuda de la gracia, sabremos encontrar los caminos que
verdaderamente llevan a Dios, qué decisiones hemos de tomar... Sin embargo, en
muchas ocasiones habremos de pedir consejo. «El primer paso de la prudencia es
el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad. Admitir,
en determinadas cuestiones, que no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en
tantos casos, circunstancias que es preciso no perder de vista a la hora de
enjuiciar. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a
uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de
seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien
pueda dárnoslo desinteresado y recto».
Santo
Tomás indica que, de ordinario, antes de tomar decisiones que acarreen graves
consecuencias para sí o para otros, se debe pedir consejo. Pero no solamente en
esos casos extremos debemos pedirlo. A veces se hace urgente una orientación, a
mayores y pequeños, en materia de lectura de libros, revistas y periódicos o
asistencia a espectáculos que, unas veces de forma violenta y otras de una
manera solapada, pueden arrebatar la fe del alma o crear un fondo malo en el
corazón, en el que después arraiguen con facilidad todo género de dudas o de
tentaciones que se podían haber evitado con un poco más de humildad y de
prudencia. No existe justificación alguna para no alejarse de una situación que
puede ser el comienzo del descamino.
La
sencillez nos mueve a rectificar cuando nos hemos equivocado, cuando aparecen
datos nuevos que cambian el planteamiento y la solución de un problema. En la
vida sobrenatural, la sencillez, tan cercana a la humildad, nos lleva a pedir
perdón muchas veces en nuestra vida, pues son muchas las flaquezas y los errores
que cometemos.
El
Papa Juan Pablo II, hablando de la prudencia, invitaba a un examen de
conciencia de la propia conducta, que hoy podemos hacer nuestro: «¿Soy
prudente? ¿Vivo consecuente y responsablemente? El programa que realizo, ¿sirve
para el bien verdadero? ¿Sirve para la salvación que quiere para nosotros
Cristo y la Iglesia?». ¿Voy derechamente a conseguir el fin sobrenatural -la
santidad- para el que me llamó el Señor? ¿Dejo a un lado lo que entorpece mi
caminar? ¿Suelo pedir consejo en lo que a mi alma se refiere? ¿Rectifico cuando
me equivoco?
III. No sería buena la
prudencia que, bajo la necesaria ponderación de los datos, escondiera la
cobardía de no tomar una decisión arriesgada, de evitar enfrentarse a un
problema. No es prudente la actitud del que se deja llevar por los respetos
humanos en el apostolado y deja pasar las ocasiones, esperando otras mejores
que quizá nunca se presenten. A esta falsa virtud, San Pablo la llama prudencia
de la carne. Es la que desearía más razones y argumentos ante la entrega que
Dios pide al alma, la que se preocupa excesivamente del futuro y le sirve de
argumento para no ser generoso en el presente; es aquella que siempre encuentra
alguna razón para no tomar la decisión que le compromete del todo.
La
prudencia no es falta de arrojo para la entrega y para las empresas de Dios, no
es habilidad para buscar tibios compromisos o para justificar con aceptables
teorías una actitud remisa y negligente. No actuaron así los Apóstoles.
Buscaron en todo momento, con sus flaquezas y a veces con sus temores, el
camino de una más rápida propagación de la doctrina de su Maestro, aunque estos
caminos a veces los llevaran a molestias y tribulaciones sin cuento, e incluso
hasta el martirio.
La
vida de seguimiento al Señor está hecha de pequeñas y de grandes locuras, como
ocurre en todo amor verdadero. Cuando el Señor nos pida más -y nos lo pide
siempre-, no podemos detenernos por una falsa prudencia, la prudencia del
mundo, por el juicio de aquellos que no se sienten llamados y que lo ven todo
con ojos humanos, y a veces ni siquiera humanos, porque tienen una visión sólo
terrena y pegada a la tierra. Ningún hombre y ninguna mujer se habrían
entregado a Dios o habrían iniciado una empresa sobrenatural con esta prudencia
de la carne. Siempre habrían encontrado argumentos y «razones» para decir que
no, o para retrasar la respuesta a un tiempo más oportuno, que muchas veces
significa lo mismo.
Jesús
fue tachado de loco, y la más elemental de las cautelas le hubiese bastado para
escapar a la muerte. Pocas fórmulas le hubieran bastado para mitigar su
doctrina y llegar a un compromiso con los fariseos, para presentar de otro modo
su doctrina sobre la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaúm, donde muchos le
abandonaron; pocas palabras le hubieran bastado -¡a Él, que era la Sabiduría
eterna!- para conseguir la libertad cuando estaba en manos de Pilato. No fue
Jesús prudente según el mundo, pero lo fue más que las serpientes, más que los
hombres, más que sus enemigos. Con otro género de prudencia. Ésa ha ser la
nuestra, aunque por imitarle alguna vez los hombres nos llamen locos e
imprudentes. La prudencia sobrenatural nos señala en todo momento el camino más
rápido y directo para llegar hasta Cristo..., acompañados de muchos amigos,
parientes, colegas...
«¿Quieres
vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? -Recurre
a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante
los imposibles para la mente humana, sepas responder con un
"fiat!"-¡hágase!, que una la tierra al Cielo».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org