JESÚS PRESENTE EN EL SAGRARIO
II. Presencia de Cristo en el Sagrario.
III. El culto y la devoción a Jesús Sacramentado. El himno Adoro te
devote.
“En aquel tiempo, dijo
Jesús a la gente: -«El reino de los cielos se parece también a la red que echan
en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la
orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo
sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los
buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de
dientes. ¿Entendéis bien todo esto?» Ellos les contestaron: -«Sí.» Él les dijo:
-«Ya veis, un escriba que entiende el reino de los cielos es como un padre de
familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.» Cuando Jesús acabó
estas parábolas, partió de allí” (Mateo 13,47-53).
I. A lo largo del Antiguo
Testamento había revelado Dios la intención de habitar perennemente entre los
hombres. La llamada Tienda de la reunión fue como el primer templo de Dios en
el desierto, y allí se posaba una nube que era símbolo de la gloria de Dios y
de su presencia: Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro y la gloria
del Señor llenó el santuario. Esta nube era el signo de la presencia divina.
Más
tarde, el Templo de Jerusalén sería el lugar en el que los israelitas
encontraban a Dios; el lugar que añoraban en el destierro, recordando cuando
iban a la casa de Dios con cantos de alegría y de alabanza: ¡Qué deseables son
tus moradas, // Señor de los ejércitos! // Mi alma se consume y anhela los
atrios del Señor, mi corazón y mi carne exultan por el Dios vivo. Estar lejos
del santuario era estar privados de toda felicidad verdadera: Mi alma tiene sed
de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?.
Llegada
la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo carne. En el momento de la Encarnación
el poder del Altísimo cubre con su sombra a Nuestra Señora; es la expresión de
la omnipotencia de Dios. Y después de descender el Espíritu Santo sobre María,
la Virgen queda constituida en el nuevo Tabernáculo de Dios: el Verbo de Dios
habitó entre nosotros. La palabra griega que emplea San Juan correspondiente a
habitar «significa etimológicamente "plantar la tienda de campaña" y,
de ahí, habitar en un lugar. El lector atento de la Escritura recuerda
espontáneamente el tabernáculo de los tiempos de la salida de Egipto, en el que
Yahvé mostraba su presencia en medio del pueblo de Israel mediante ciertos
signos de su gloria, como la nube posada sobre la tienda. En multitud de
pasajes del Antiguo Testamento se anuncia que Dios habitará en medio del pueblo
(cfr. p. ej. Jer 7, 3).
A
las señales de la presencia de Dios primero en la Tienda del santuario
peregrinante en el desierto y después en el Templo de Jerusalén, sigue la
prodigiosa presencia de Dios entre nosotros: Jesús, perfecto Dios y perfecto
hombre, en quien se cumple la antigua promesa más allá de lo que los hombres
podían esperar. También la promesa hecha por medio de Isaías acerca del
Enmanuel o "Dios con nosotros" (Is 7, 14) se cumple plenamente en
este habitar del Hijo de Dios Encarnado entre los hombres». Desde entonces
podemos decir con total exactitud que Dios vive entre nosotros. Cada día
podemos estar junto a Él en una cercanía como jamás hombre alguno pudo soñar.
¡Qué cerca estamos del Señor! ¡Dios está con nosotros!
II. Desde el momento de la
Encarnación podemos decir con sentido propio que Dios está con nosotros, con
una presencia personal, real, y de una manera que es exclusiva de Jesucristo:
Jesucristo, verdadero Hombre y verdadero Dios, tiene con nosotros una cercanía
y proximidad mayor que cualquier otra que se pueda pensar. Jesús es Dios con
nosotros. Antes, los israelitas decían que Dios estaba con ellos; ahora, lo
podemos decir de modo exacto, como cuando afirmamos que algo que apreciamos con
los sentidos está más cerca o más lejos de donde nos encontramos. En Palestina,
Cristo caminaba, se acercaba a una ciudad, salía para predicar en otros
lugares... Cuando acabó estas parábolas, partió de allí, leemos en el Evangelio
de la Misa. Y Dios abandonó aquel lugar para encontrarse con otras gentes.
El
sacerdote, cuando consagra en la Santa Misa, nos trae a Cristo, Dios y Hombre,
al altar donde antes no estaba con su Santísima Humanidad. Es una presencia
especial, que sólo se da en la Eucaristía y que se continúa, mientras duren las
especies, en el Sagrario, el Tabernáculo de la Nueva Alianza; esta presencia
afecta de modo directo al Cuerpo de Cristo e indirectamente a las Tres Personas
Divinas de la Trinidad Beatísima: al Verbo, por la unión con la Humanidad de
Cristo, y al Padre y al Espíritu Santo, por la mutua inmanencia de las Personas
divinas. En el Sagrario está Cristo realmente presente, con su Cuerpo, con su
Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Es literalmente adecuado decir: «Dios
está aquí», cerca de mí: creo, Señor, firmemente que estás ahí, que me ves, que
me oyes...
El
Magisterio de la Iglesia, saliendo al paso de diversos errores, ha recordado y
precisado el alcance de esta presencia eucarística: es una presencia real, es
decir, ni simbólica ni meramente significada o insinuada por una imagen;
verdadera, no ficticia, ni meramente mental o puesta por la fe o la buena
voluntad de quien contempla las sagradas especies; y sustancial, porque, por el
poder de Dios que tienen las palabras del sacerdote en el momento de la
Consagración, se convierte toda la sustancia del pan en el Cuerpo del Señor y
toda la sustancia del vino en su Sangre.
Así,
el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús están sustancialmente
presentes, y «en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el
pan y el vino han dejado de existir después de la Consagración»; «realizada la
transubstanciación, las especies de pan y de vino (...) contienen una nueva
"realidad", que con razón llamamos ontológica, porque bajo dichas
especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente
diversa(...), y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia, sino por
la realidad objetiva».
Jesús
está presente en nuestros Sagrarios con independencia de que muchos o pocos se
beneficien de su presencia inefable. Él está allí, con su Cuerpo, con su
Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Dios hecho Hombre; no cabe mayor
proximidad. La Iglesia posee en su seno al Autor de toda gracia, a la causa
perenne de nuestra santificación. De alguna manera podemos decir que la
presencia eucarística de Cristo es la prolongación sacramental de la
Encarnación.
Desde
el Sagrario Jesús nos invita a que allí confluyan nuestros afectos, nuestras
peticiones. En la visita al Santísimo y en los actos de culto ala Sagrada
Eucaristía agradecemos este don, del que a veces no somos del todo conscientes.
Allí vamos a buscar fuerzas, a decirle a Jesús lo mucho que le echamos de
menos, lo mucho que le necesitamos, pues «la Eucaristía es conservada en los
templos y oratorios como el centro espiritual de la comunidad religiosa o
parroquial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que
bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo cabeza invisible de la
Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas
las cosas y nosotros con Él (1 Cor 8, 6)».
III. Ha sido constante la
práctica de la Iglesia de adorar a Cristo presente en el Tabernáculo. Si los
israelitas tenían tanta reverencia por aquella Tienda del encuentro en el
desierto, y más tarde por el Templo de Jerusalén, que eran figuras
anticipadoras o imágenes de la realidad, ¿cómo no vamos nosotros a honrar a
Cristo, que se ha quedado con nosotros para siempre en el Sagrario? En los
primeros siglos de la Iglesia, la razón principal para guardar las Sagradas
Especies era prestar asistencia a aquellos que se veían impedidos para asistir
a la Santa Misa, especialmente los enfermos y moribundos, y los encarcelados a
causa de la fe.
El
Sacramento del Señor era llevado con unción y fervor para que también ellos
pudieran comulgar. Más tarde, la fe viva en la presencia de Cristo llevó no
solamente a visitar con frecuencia el lugar donde se reservaba, sino que
originó el culto al Santísimo Sacramento. La autoridad de la Iglesia lo ha
ratificado y enriquecido constantemente: «los cristianos -declaraba el Concilio
de Trento- tributan a este Santísimo Sacramento, al adorarlo, el culto de
latría que se debe al Dios verdadero, según la costumbre siempre aceptada de la
Iglesia católica».
En
el siglo XIII, Santo Tomás compuso un himno eucarístico que, de una manera fiel
y piadosa, contiene la fe de la Iglesia. Nosotros podemos hacerlo nuestro en
muchas ocasiones para alimentar nuestra piedad y honrar a Jesús Sacramentado:
Adoro te devote latens deitas... Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto
verdaderamente bajo estas apariencias.
A
ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte;
acato con humildad y agradecimiento -deslumbrado ante el poder de Dios, pasmado
por su misericordia- todo lo que nos enseña la fe. Dios mismo se entrega,
inerme, en nuestras manos: ¡qué gran lección para mi soberbia! Y, con la
confianza que se acrecienta al tenerle ahí, tan cerca, pedimos al Señor su
gracia para someter nuestro yo a su Voluntad...
Junto
al Sagrario aprendemos a amar; allí encontramos las fuerzas necesarias para ser
fieles, el consuelo en momentos de dolor. Él nos espera siempre y se alegra
cuando estamos -aunque sea un tiempo corto- junto a Él. En el Sagrario Jesús
espera a los hombres maltratados tantas veces por las asperezas de la vida, y
los conforta con el calor de su comprensión y de su amor.
Junto
al Sagrario cobran diariamente su más plena actualidad aquellas palabras del
Señor: Venid a Mí, todos los que andáis fatigados y cargados, que Yo os
aliviaré. No dejemos de visitarlo. Él nos espera, y son muchos los bienes que
nos tiene reservados.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org