La Iglesia, una de las
pocas instituciones que siempre ha estado cerca de ellos, intensifica su
trabajo estas semanas
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Un
temporero inmigrante recoge fruta en la comarca
de
Cinca (Huesca) el pasado mes de junio. Foto: Fabian Simón
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La pandemia no ha hecho más que agravar la situación de los temporeros en
nuestros campos. A las condiciones infrahumanas en las que viven se han unido
los rebrotes de COVID-19, que amenazan con dejarlos sin trabajo ni ingresos.
En las últimas semanas, el
foco de la opinión pública se ha puesto en una realidad invisible, la de los
temporeros, los que hacen posible que frutas, verduras y hortalizas lleguen a
nuestras mesas diariamente. Personas, en su mayoría migrantes, que hacen un
trabajo que los nacionales ya no quieren realizar.
Pero esta atención pública
no ha sido para reconocer el trabajo que realizan en nuestros campos, incluso
durante el confinamiento, sino para colocarles en el disparadero como causantes
de los brotes de COVID-19 que están teniendo lugar en las zonas del país donde
trabajan.
Es cierto que se han
producido contagios masivos entre temporeros, como también lo es que las
condiciones en las que viven muchos de ellos sin que nadie tome cartas en el
asunto, al menos hasta que no han contraído el coronavirus, son infrahumanas.
Los asentamientos con chabolas de plásticos y palés, la carencia de agua o la
falta de unas mínimas condiciones de higiene son el día a día de muchos. Una
situación que, además, no permite guardar las medidas de seguridad para evitar
contagios.
Esta es, precisamente, una
de las denuncias que la semana pasada hizo el defensor del Pueblo, Francisco
Fernández Marugán, que pidió a administraciones y empresarios que busquen una
solución para acabar con la situación de degradación en la que viven los
trabajadores agrícolas, es decir, que se garanticen sus derechos laborales y
tengan unas condiciones de habitabilidad dignas.
En lugares como Lepe
(Huelva), donde uno de los asentamientos se ha incendiado, o Albalate de Cinca
(Huesca), la situación ha sido tan crítica que las Fuerzas Armadas han tenido
que intervenir para habilitar alojamientos.
Este último pueblo,
Albalate de Cinca, se encuentra enclavado en la diócesis de Barbastro-Monzón,
donde Cáritas Diocesana trabaja cada año de mayo a octubre –la temporada de la
fruta– para acompañar, escuchar y orientar a estos trabajadores. Se los informa
de sus derechos para que no sufran abusos por parte de los agricultores, se los
acompaña al médico y se los provee de alimentos. Esta atención de la Iglesia es
un denominador común en todas las regiones con un importante volumen de
producción agrícola.
Lo bonito de este programa
de Barbastro-Monzón, que atiende las comarcas del Cinca Medio y Bajo Cinca
–toman en el nombre del río que baña la zona–, es la figura del mediador, un
chico de Mali o Senegal que hace más fácil la comunicación con los temporeros.
«Como habla los diferentes dialectos, logramos ser más cercanos. Es una figura
muy importante, la pieza clave en el proyecto», afirma Ana Belén Andreu,
secretaria general de Cáritas Diocesana de Barbastro-Mozón.
Este año esa figura la
ocupa Ngoro Coulibaly, un chico de Mali que fue temporero y vivió dos años en
un asentamiento. Las personas a las que acompaña son sus amigos y paisanos.
Sabe de lo que habla y lo que se siente. Cuando recibe la llamada de Alfa
y Omega, el lunes 27 por la mañana, se encuentra en el polideportivo de
Albalate, donde han estado confinados las últimas semanas 29 temporeros que
habían dado positivo por COVID-19, todos asintomáticos. Fue él mismo y un
técnico de Cáritas quienes dieron la voz de alarma después de comprobar en una
visita rutinaria al almacén donde vivían hacinados que dos de ellos tenían una
temperatura corporal alta.
Pasada la cuarentena, los
quieren devolver al asentamiento. El sonido ambiente de la llamada deja
constancia la tensión. «Están enfadados porque los quieren llevar de nuevo al
almacén y ellos no están de acuerdo. Creen que primero lo tienen que
rehabilitar. Además, muchos han perdido el trabajo que tenían y se preguntan
quién les va a pagar estos 15 días», explica Coulibaly.
Situación de emergencia
En la vecina Lérida, todos
los años tienen el mismo problema: llega más gente de la que se necesita para
trabajar en la campaña de fruta dulce. Esto provoca que muchas personas
deambulen por la ciudad y acaben atendidas en un polideportivo habilitado por
el Ayuntamiento y que ayudan a gestionar entidades sociales, entre ellas
Cáritas Diocesana de Lérida. Este año, lejos de reducirse, el número de
temporeros que ha llegado a la zona se ha incrementado y, por tanto, se han
tenido que habilitar dos pabellones para dar alojamiento y tres hoteles para
acoger a posibles casos de contagio.
Según explica Rafael
Allepuz, director de Cáritas Diocesana de Lérida, mucha gente que ha perdido su
empleo en el sector de la construcción o la hostelería también ha ido a
esta zona ante los continuos llamamientos a personas para recoger la fruta. «La
situación es de emergencia», afirma.
En estos momentos, Cáritas
Diocesana está apoyando a la Administración local en la recepción, control de
temperatura y servicio de comedor en los pabellones, pero pedirá, una vez
termine la campaña, una reunión donde administraciones y entidades acuerden un
modelo de gestión para el futuro. «Lo que ha hecho la pandemia es sobredimensionar
un problema que ya teníamos», concluye.
En la comarca de
Valdejalón, en la provincia de Zaragoza, la parroquia de Nuestra Señora de la
Asunción de La Almunia destina a los temporeros de mayo a septiembre el reparto
de alimentos que realiza durante todo el año. Diez kilos de comida para una
semana que preparan el sacerdote, un voluntario y Galo Pedro Oria, el diácono
que está ahora en esa zona y que atiende a este semanario por teléfono.
Cuenta que la situación de
los temporeros allí es similar a la de otras zonas: viven en cabañas y
asentamientos como pueden. Eso sí, el COVID-19 los ha respetado hasta el
momento. Por si acaso, la parroquia ha cedido a la comarca una casa de
espiritualidad por un precio simbólico para alojar allí a posibles contagiados.
Atención y mediación
En el sur, en la región de
Murcia, Cáritas Diocesana de Cartagena lleva trabajando desde hace muchos años
con los temporeros, aunque de una forma más específica los últimos cuatro. Su
secretario general, Juan Antonio Illán, pone el dedo en la llaga cuando habla
de lo invisible que es esta realidad o de las condiciones infrahumanas en las
que viven.
La labor que ellos hacen
con los temporeros en las distintas zonas agrícolas de Murcia –recorren casi
todo el territorio y en algunas hay producción todo el año– tiene una doble
vertiente. La labor humanitaria, que hace frente a cuestiones de higiene y
alimentación, un trabajo que se ha intensificado durante la pandemia; y también
una labor de mediación con las administraciones y empresas para buscar una
solución a la situación de estas personas.
Illán habla del orgullo de
los murcianos por ser la huerta de Europa o de la importancia del sector
agroalimentario para el PIB de la región. Una actividad que necesita la mano de
obra de los temporeros y a los que, reconoce, «no estamos correspondiendo como
sociedad».
Fran Otero
Fuente: Alfa y Omega