La Conferencia Episcopal Española ha
pedido a las diócesis que los días 25 y 26 de julio celebren funerales por los
difuntos de la pandemia
La
diócesis de Segovia ha elegido el domingo 26, fiesta de san Joaquín y santa
Ana. Hemos escogido el domingo por ser el día del Señor, de su resurrección de
entre los muertos.
Además,
la fiesta de los abuelos de Jesús nos permite recordar a tantos mayores
fallecidos que están siendo llorados por sus nietos y nietas. ¡Que el Dios de
la Vida acoja a todos en su paz!
La Biblia nos dice que “Dios no ha
hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para
que subsistiera” (Sab 1,13-14). La muerte entró en el mundo por la envidia del
diablo, que engañó a nuestros primeros padres para que se rebelaran contra
Dios. Junto a la caída, vino la muerte que se extiende a todas las generaciones.
Aun así, la muerte no tiene el poder definitivo sobre el hombre. Sólo Dios es
Señor de vida y muerte.
También
dice Jesús que Dios “no es Dios de muertos sino de vivos, porque para él todos
están vivos” (Lc 20,38). El plan de Dios sobre el hombre no es la disolución de
su condición humana ni la muerte que pone fin a la existencia temporal. Es
cierto que la muerte es “el máximo enigma de la vida humana” (GS 18), difícil
de asumir por la razón.
Por
eso, dice el Concilio Vaticano que “el hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la
desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar
la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de
eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta
contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que
sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad
que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que
surge ineluctablemente del corazón humano” (GS 18).
La terrible pandemia que estamos
padeciendo da a estas palabras una actualidad inesperada. Muchos familiares y
amigos han sido arrancados de nuestro lado de manera trágica, llenando nuestro
ser de desconsuelo. Nuestro pueblo se ha vestido de luto y de dolor y, ante
tanto sufrimiento, hemos enmudecido. Pero la muerte no es la última palabra
sobre el hombre.
Nuestros
difuntos no han caído en la nada, ni han desaparecido para siempre, aunque ya
no gocemos de su presencia física. Dios no deja que le arrebaten lo suyo. Y, en
medio del dolor, la palabra de Cristo y su resurrección nos abren el horizonte
de la vida que no tiene fin. La rebeldía que el hombre siente ante la muerte es
el anhelo profundo de inmortalidad que Dios ha puesto en él en la creación. En
cuanto terrenos, volvemos a la tierra; en cuanto espirituales —dice san Pablo—
llevamos en nuestra carne la semilla de la resurrección.
Las exequias de hoy son la palabra de
consuelo que Dios nos dirige a quienes quedamos aquí esperando el encuentro
final. Es momento para dar gracias a Dios por quienes han partido y aunque el
paso del tiempo y de las generaciones borren su memoria, ellos están vivos
siempre en Dios. Gabriel Marcel decía que “amar a una persona es decirle: tú no
morirás jamás”. Esta certera intuición de la razón y del corazón humano ha sido
verificada y confirmada por Cristo, quien, en su resurrección, ha destruido el
poder de la muerte.
Lloremos,
hermanos, sí, por nuestros seres queridos, pero que esas lágrimas rieguen
nuestra carne como aguas bautismales y nos purifiquen de cualquier tentación o
duda sobre el destino de nuestros seres queridos, porque, no los hemos perdido
para siempre. Dios los guarda para sí y para nosotros.
+ César Franco
Obispo de Segovia.