El
sacerdote portugués Geraldo Morujão sufrió un paro cardíaco en la piscina de su
hotel en Tierra Santa y atribuye el milagro de seguir nadando a sus 89 años al
beato Álvaro del Portillo
D. Geraldo en un discurso en Viseu. Foto: Opus Dei |
El
11 de septiembre de 2013, Geraldo Morujão (de la diócesis de Viseu, Portugal)
acompañando una peregrinación a Tierra Santa, llegó temprano en la mañana al
aeropuerto de Tel Aviv.
Es
sacerdote de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, profesor de Sagrada
Escritura y Lenguas Bíblicas, y había puesto ese viaje bajo la protección del
beato Álvaro del Portillo, al que tenía mucha devoción.
Habiendo
dormido casi nada en el avión, y estando también cansado por la emoción y las
actividades de ese primer día, decidió nadar un poco en la piscina del
hotel, donde habían llegado antes de las 6:00 pm.
A
punto de cumplir 83 años, la natación era su deporte habitual, y pensó que
sería una buena forma de descansar antes de la cena.
Poco
después lo vieron inerte, boca abajo en el agua, y lo sacaron de la
piscina. Se veía azul y sus ojos estaban cerrados.
No
se pudo despertar, ni siquiera cuando, 15 o 20 minutos después, llegó la
ambulancia, y usaron un desfibrilador e intentaron el masaje cardíaco.
Fue declarado muerto. Ya no había prisa. No fue hasta alrededor de las 8:30 que se
puso de camino al hospital.
Nada que hacer
El monitor de ritmo cardíaco mostró una línea plana. El Dr.
Yonathan Hasin, el médico de cardiología que lo recibió dijo que su corazón
dejó de latir y que estaba en coma. El neurólogo le dijo a Salama Gasan, el
jefe de los enfermeros, que no había nada que hacer.
Lo intentaron. Bajaron su
temperatura corporal a 34 grados y decidieron mantenerlo conectado a la máquina
durante cuatro días porque, como dijo el Dr. Hasin, en estas situaciones una de
cada mil personas se despierta, aunque tienen graves secuelas. El tiempo sin
oxigenación cerebral había sido largo.
Había mucho que hacer, también,
del punto de vista sobrenatural: a medida que la noticia se extendía, crecía la ola de oraciones rogando a Dios por su
curación.
Manuel, sacerdote y hermano de
Geraldo, recibió una llamada telefónica preparándolo para lo peor. Los
preparativos para el traslado a Portugal estaban comenzando. En la embajada querían saber la fecha del funeral.
¿Dónde estoy?
Pero en la unidad de cuidados intensivos, aunque las enfermeras de
turno no hablaban con la gente en coma, hablaban entre ellas, aunque en voz
baja, y D. Geraldo, el sábado 14 por la mañana, escuchó hablar en hebreo poco
después de abrir los ojos.
Intubado, incapaz de hablar, hizo un gesto
pidiendo algo para escribir y escribió en ese idioma, que conocía
perfectamente: איפה אני?:
¿Dónde estoy?
No sabía nada de lo que había
pasado. Estaba vivo y se suponía que
iba a entrar en la tumba. No sabía que estaba en el Hospital de
Tiberíades y que la Santa Unción ya le había sido administrada por el obispo de
Mgar, que estaba a unos 30 kilómetros de distancia; ni que el jeque musulmán de
la mezquita había venido a rezar por él durante unos diez minutos.
Milagro
Se sorprendió por el entusiasmo con el que el enfermero Wissam, no creyente, respondió a la pregunta que
le había hecho por escrito. Éste le repetía muchas veces con entusiasmo: “¡Dios te ha bendecido!”.
La palabra “milagro” comenzó a
escucharse en muchos lugares, junto con la frase “¡El Padre Geraldo abrió los
ojos! El conductor de la ambulancia vino a visitarlo, sin creer que estuviera
vivo”.
Al día siguiente le quitaron
los tubos. Los médicos le hicieron preguntas como: “¿Viste la luz al final del
túnel?”; “¿Así que ha estado en el paraíso, y no nos cuenta nada?”.
El Dr. Hasin dijo: “Se recuperó
de una situación en la que es muy difícil sobrevivir. Las estadísticas no le
favorecían, pero tuvo esta secuencia de eventos… y todo le fue bien”. Suena
como una forma cautelosa de hablar de algo que también podría llamarse un
milagro.
Y el jefe de enfermeros dijo:
“Somos médicos y enfermeras, y creemos en la medicina. Pero en este caso hay un milagro“.