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Wojciech Laski/EAST NEWS |
“No
puedo fusilarlo. Es demasiado útil. Sabe idiomas y conoce la ciudad”. El mayor
ruso soviético Sirotenko se refería a Karol Wojtyla y no cedió ante el
comisario ruso que le recordó la orden de Stalin que exigía deportar a los
seminaristas a Siberia.
Él y otros
17 jóvenes trabajaban como obreros en la cantera de Solvay a la vez que
realizaban sus estudios clandestinamente en el Seminario.
Años
antes, el joven Karol había presenciado también la persecución del régimen nazi
que había costado la vida a tantos judíos, sacerdotes y amigos.
El
KGB y el servicio de inteligencia polaco, desde que era muy joven, ya le
mencionaban en sus informes por considerarle parte de la resistencia cultural
frente al nacional-socialismo y al comunismo.
La
personalidad del “Pedagog“, como le llamaba en clave la policía secreta,
era descrita como “una combinación poco habitual de cualidades
intelectuales y de capacidad ejecutiva, organizativa y práctica”.
Además,
le reconocían una “inteligencia analítico-sintética muy activa y astuta cuando
se trataba de captar la esencia del problema y de formularlo con claridad,
especialmente a la hora de escribir”.
Tras
ser ordenado obispo auxiliar de Cracovia en 1958, aunque conocía bien los
riesgos, se convirtió en un peligro para las autoridades.
En
Nova Huta, la ciudad creada para hacer patente el ateísmo, consiguió
plantar una cruz en una plaza y celebrar la Misa de Nochebuena al
aire libre.
Y
siguió haciéndolo durante 4 años, hasta que las autoridades, tras las numerosas
peticiones del valiente obispo, tuvieron que conceder un permiso para la
construcción de una iglesia en aquel lugar.
Un Papa al servicio de todos los seres humanos
Las
ideas mueven el mundo y Juan Pablo II no andaba escaso de ellas.
En
el Concilio Vaticano II dedicó una especial atención a la libertad
religiosa, inherente a la dignidad humana, que jamás puede entenderse como
un privilegio o una concesión de la autoridad.
Años
más tarde, en 1979, en su discurso ante la Asamblea General de la ONU, denunció cómo la
estructura social podía condenar al creyente a ser un ciudadano de
segunda o de tercera categoría, limitando incluso la posibilidad de
poder educar libremente a sus hijos.
Juan
Pablo II utilizó el megáfono papal para denunciar violaciones de los derechos
humanos y oponerse a las guerras con
el poder de la fe, pero evitaba hablar directamente de políticas concretas o de
temas económicos.
En
su primer viaje a Polonia, que habían temido tanto las autoridades polacas como
las de Moscú, centró su discurso en la historia de Polonia, su
cultura y su identidad espiritual.
Pero,
sin duda, su beso al suelo de Varsovia el 2 de junio de 1979 inició un proceso
cuyo momento álgido fue el 9 de noviembre de 1989, con la caída del Muro
de Berlín, sin que cayera una sola víctima.
El expresidente
de la URSS Mijail Gorbachov, que llevó a cabo las reformas de la perestroika
(reestructuración) y la glasnost (transparencia), reconoció públicamente que
la intervención de Juan Pablo II fue decisiva en dichos acontecimientos.
Una personalidad que sigue interpelando hoy
En
1997, Juan Pablo II formuló una pregunta que nos debe seguir interpelando hoy:
“¿No será que tras la caída de un muro, el muro visible, se haya descubierto
otro, el invisible, que sigue dividiendo nuestro continente; el muro
que atraviesa los corazones de los hombres?”.
Aludía
a las barreras levantadas por el miedo, la agresividad, la falta de
comprensión hacia las personas de distinto origen y creencias, así como a la
falta de sensibilidad hacia la vida humana y su dignidad.
No
se dio por vencido en su propósito de animar a todos los hombres a no tener
miedo, y a aspirar a una libertad mucho más amplia.
No
le frenaron las balas disparadas por Agcá que pretendían apagar su altavoz para
siempre aquel 13 de mayo de 1981. A pesar de las secuelas del atentado, siguió
adelante con su audaz “batalla” a favor de la paz.
En
1993, el Vaticano estableció plenas relaciones diplomáticas con Israel después
de siglos; en el 2000 pidió perdón por las culpas de la Iglesia en el pasado; y
en el año 2003, trató de evitar por todos los medios la guerra de Irak.
Benedicto
XVI, en su reciente carta con motivo del centenario del nacimiento de Wojtyla,
destaca cómo éste llegó a Roma en un momento especialmente difícil y fue un
renovado liberador a escala mundial. Con razón quizá pase a la posteridad como
Juan Pablo II el Grande.
Por
Francisca Pérez-Madrid, catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado de
la Universidad de Barcelona y Vicepresidenta de la Asociación
Internacional Consociatio Internationalis Studio Iuris Canonici promovendo.
Fuente: Aleteia