Entre los
decretos de virtudes heroicas aprobados por el Papa Francisco esta semana está
el de Matteo Farina, joven fallecido en 2009 sin haber llegado a cumplir los 19
años. Soñar con el padre Pío de pequeño despertó en él el ardor evangelizador
«Observo a
quien está a mi alrededor, para entrar entre ellos silencioso como un virus y
contagiarles de una enfermedad incurable, ¡el amor!». Con este ejemplo tan
actual describía Matteo Farina, un adolescente italiano, su anhelo de
evangelizar a sus coetáneos, como un «infiltrado entre los
jóvenes».
Fallecido a
causa de un cáncer en 2009, esta semana el Papa Francisco aprobó el decreto que
reconoce sus virtudes heroicas, un paso hacia su posible canonización.
El ardor
misionero movía a Matteo desde niño. Había nacido en Bríndisi (Italia), en
1990. A los 9 años, creyó recibir en sueños un encargo del padre Pío. Una
noche, se vio a sí mismo como un árbol seco, en una porción sin vida de un
jardín. La otra zona estaba llena de árboles y flores. Un personaje misterioso
le podó y quitó las ramas y hojas muertas.
Una vez
liberado y vuelto a su forma natural, corrió a la parte fértil del jardín. De
repente, apareció detrás de él el entonces beato capuchino, que le encomendó
compartir esta experiencia con su familia: «Si eres capaz de entender que quien
vive sin pecado es feliz debes hacerlo entender a los demás de manera que
podamos ir todos juntos felices al Reino de los Cielos».
Esta
experiencia le marcó con fuerza. Durante su adolescencia, aprendió a
simultanear la Misa, la lectura de la Palabra, el rezo del rosario y la
confesión semanal con otros hobbies e intereses: el deporte, la música (tocaba
varios instrumentos y creó una banda), la informática y la química. Habría
querido estudiar Ingeniería Ambiental. Sin embargo, el tumor cerebral que había
dado la cara cuando tenía 13 años no le permitió cumplir este sueño.
La prueba de la
enfermedad
«Todo empezó en
unas sencillas vacaciones en la montaña con mi familia. “Tengo frío en los
ojos”, dije a mi madre. Al día siguiente, veía manchas en mi campo visual.
Desde entonces, fui perdiendo visión». Con esa naturalidad lo contaba, un año
después, en una redacción del colegio. Cuando llegó el diagnóstico, «mis padres
y todos mis familiares estaban destrozados: lo único que puedo hacer es estar
alegre para que ellos no se entristezcan más».
En el periplo
intermitente de ingresos, pruebas y operaciones que siguió durante los años
siguientes el muchacho mantuvo esta actitud. Siempre sonreía, y trataba de
animar a los demás enfermos. «Abatirse no es bueno para nada, debemos ser
felices y dar alegría. Cuanta más alegría damos, más felices son los demás.
Cuanto más felices son los otros, más felices somos nosotros», dijo en alguna
ocasión.
«Mi vida está
con Dios»
Esa alegría y
confianza no le quitaba el ser realista sobre su enfermedad. En el texto ya
citado para su colegio, escribía: «No puedo prever el futuro: los proyectos que
Dios tiene para mí son todavía desconocidos». Ante la posibilidad de que la
próxima prueba arrojara un resultado negativo, aseguraba que «no me importa.
Dios es como un gran diseñador que ya ha construido los caminos para nosotros
(...) Mi aventura ha hecho evaporar de mí el sentido de superficialidad,
dejándome un renacer espiritual. Mi vida está con Dios».
Se mostraba
también muy agradecido por el apoyo que estaba recibiendo de todos, que también
le ayudaba a mirar más allá. «Me ha turbado», reconocía, «entender cuánta
misericordia y bondad tiene Dios con nosotros».
«Dispuesto a
sufrir por las almas»
Esta fortaleza
y confianza llamaban la atención de sus amigos. Esos que desde siempre sabían
que, en caso de conflicto, sus palabras serían las que lograrían poner paz. Entre
ellos Matteo fue un auténtico apóstol, como se había empeñado desde muy joven.
Así, rezaba para que, si era voluntad de Dios, una de sus manos pudiera seguir
tendida hacia el mundo para que «quien no cree pueda conocerte a través de mí».
Al felicitar a
su amiga Francesca, a cuya confirmación no había podido acudir, reconocía que
«no puedo decirte que no volverás a sufrir, pero puedo asegurarte al 1.000 % (y
querría demostrártelo con mi vida) que si te confías a Él siempre y en cada
momento, tus lágrimas serán secadas por su llama, caricia de amor».
Con el tiempo,
fue tomando conciencia de que esta tarea de evangelización no dependía solo de
las palabras que dijera. Y llegó a mostrarse «dispuesto a sufrir por la
salvación de las almas, a morir por Él. Tendrás la manera de demostrarle su
amor», se decía.
La muerte, «un
soplo de amor»
Un
acontecimiento que le marcó con fuerza fue el fallecimiento de san Juan Pablo
II, el 2 de abril de 2005. En unas reflexiones escritas, se refería a la muerte
como «una suave sábana que Dios usa para llevarnos a Él; la libertad del
pecado, un soplo de amor que dice “ahora déjate llevar y fíate de Mi».
Y respondía al
luto y tristeza de tantos por la partida del «Papa de los jóvenes», afirmando
que «esta no es tanto la muerte de un hombre sino el triunfo de una vida basada
en el amor hacia Dios. Es justamente esto, creo yo, lo que nos debe consolar,
porque es el mismo Juan Pablo II el que quiere entrar en el corazón de cada uno
para invitarnos a amarnos».
María Martínez
López
Fuente: Alfa y
Omega