Carla fue uno de los primeros casos en España y relata su encuentro con Dios esos días
Carla fue uno de los primeros casos que se dieron en España |
Carla Vilallonga es una más
de las miles de personas que durante las últimas semanas ha tenido que ser hospitalizada por el coronavirus.
Su caso fue de los primeros en España, pues fue diagnosticada a finales de
febrero tras haber estado poco antes en Italia.
La responsable de alumnos Erasmus de la Universidad
Francisco de Vitoria de Madrid vivió el tiempo de enfermedad y hospitalización como un
encuentro profundo con el Señor que se manifestaba en ese momento de
miedo e incertidumbre. Ya curada ella misma cuenta en Alfa y Omega su testimonio y la experiencia que
vivió durante esas semanas:
"Jesús entró por la puerta de
infecciosos"
A finales de febrero me diagnosticaron COVID-19.
Había estado en Italia recientemente y por eso en cuanto me dolió la cabeza
varios días seguidos fui al centro de salud. Enseguida me ofrecieron estar una
semana aislada en el hospital, y dije que sí, aunque no he necesitado cuidados
especiales, pues mi cuadro ha sido leve, estilo gripe. Los principales síntomas
que he tenido han sido algunos días de fiebre o febrícula, pitidos en los
oídos, dolor de cabeza y de ojos, y, quizá lo más característico, un gran
agotamiento físico.
A nivel
emocional fue bastante impactante cuando vinieron tres ambulancias a mi casa
para llevarme al hospital; me tuve que poner ropa desechable que me
trajeron de manera que quedaban cubiertos todo mi cuerpo y mi cara, guantes,
mascarilla..., con los vecinos mirando. Todo tu alrededor hace que sientas que
hay algo que no va bien.
Se me hizo duro cuando empecé a saber de personas
cercanas que habían contraído el virus. Pensaba: «Seguro que lo han cogido por mí». Y repasaba lo que
había hecho durante los días que me había dolido la cabeza, y me sentía
culpable, aunque en la salud pública, adonde había llamado varias veces a lo
largo de esa semana, tras contarles mis síntomas me habían respondido siempre
que siguiera haciendo vida normal. En el centro de salud fueron más prudentes y
finalmente me recomendaron quedarme varios días en casa.
En el hospital tuve la suerte de que me pusieran en
la habitación con una mujer que es cristiana también. Rezamos juntas todos los días, tanto la liturgia de las horas
como el Rosario. Y le pedíamos al Señor por las personas a las que
habíamos contagiado y por las que estaban esperando el resultado de las pruebas
en ese momento. Sobre todo, nuestro corazón descansaba al ponernos en Sus
manos.
Miedo a haber contagiado a otros
La primera noche en el hospital tardé mucho en
dormirme. Sentía todo ese peso. Es lo contrario que deseamos: uno quiere
aportar algo bueno al otro, al mundo, y esto no dependía siquiera de mi
voluntad: el mal había
pasado a través de mí, y yo no podía hacer nada al respecto.
En el hospital se siguieron unos días muy
luminosos. Lo único para lo que tenía energías era para dibujar, nada de pelis
y libros. Es algo que suelo hacer en mi día a día que me ayuda a «hacer
silencio», a que entre en mi alma algo distinto de mí que me cura. Al tener las oraciones como la
principal fuente de alimento, enseguida me venían dibujos en mente. En
el hospital nos trataron tan bien que era fácil identificarse con los salmos en
los que se habla del cuidado de Dios por su criatura. Yo estaba siendo cuidada
como una criatura preciosa: cada mañana nos traían un pijama nuevo, toallas,
sábanas, esponjas, nos limpiaban el cuarto; nos daban las tres comidas y,
además, dos tentempiés...
Todo me parecía
un don. Desde la habitación podíamos ver las montañas, y muchísimo cielo, ¡que,
además, esos días fue muy azul! Me identifiqué plenamente con una meditación de
Luigi Giussani (fundador de Comunión y Liberación), que en un texto comenta el
salmo 8, la parte que dice: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el
ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo
coronaste de gloria y dignidad». Giussani se pregunta: «¿Por qué? ¿Por qué lo
hiciste así? ¿Por qué lo has coronado de gloria y dignidad?». Me quedaba
impresionada, porque era verdad que a mí, que no soy nada, el Señor me estaba
cuidando de mil maneras que me llenaban de estupor.
El Pan de cada día
Los primeros días me daban ganas de llorar, porque tuve también como
síntoma la falta de apetito y a duras penas conseguía comerme una tercera
parte de lo que venía en las bandejas, y no quería tirar la comida. Una
enfermera nos llamaba por teléfono todas las noches, y, la verdad, me quedé con
ganas de conocerla en persona.
También en el hospital sentí que comprendía, por
primera vez, el significado de la frase: «Danos hoy nuestro pan de cada día», del Padrenuestro. Antes
no solía fijarme en esas palabras al rezarlas. En cambio, en todas las comidas
nos traían pan. Y el pan era algo que siempre me entraba bien. Los cuidados del
hospital eran algo que se nos daba cada día. Yo no sabía qué iba a ser de mí
cuando me levantaba, pero empecé a comprender que se me daría lo que necesitaba.
El pan era un símbolo de ello. Y cuando me acostaba, lo hacía agradecida,
porque se me habían dado signos de que el Señor, que es el verdadero alimento,
se me había dado ese día.
«Sacamos la mano por la puerta y el
sacerdote dejó caer la Sagrada Forma»
Hubo tres días muy especiales: aquellos en que, a
través del cristal de la puerta, un sacerdote nos visitó. No le conocíamos de
nada, y ahí estaba, con un corazón sencillo, disponible, deseoso de servir de
instrumento entre Dios y sus fieles. Uno de esos días cayó en domingo, y cuál
fue nuestra alegría cuando nos dijo que sí, que nos podía dar la comunión, e
incluso confesarnos antes. Sacamos
la mano por la puerta y él dejó caer la Sagrada Forma. Llena de asombro,
todavía hoy me pregunto: ¿Qué es la Iglesia, que llega hasta los más
marginados? Era la planta de infecciosos, y Jesús había entrado en
ella para tender la mano a sus criaturas.
Estos meses estoy trabajando sobre algunos textos
de Etty Hillesum, una
joven judía que en 1943 fue deportada a Auschwitz y que hizo un recorrido
espiritual fascinante. Estoy preparando un monólogo teatral para contar su
historia, y me llevé el texto al hospital. Solo conseguí ensayar media hora en
toda la semana, por la fatiga, y lo hice en el baño para no molestar a mi
compañera de cuarto. Pero sus frases me han acompañado mucho estas semanas.
En concreto,
comprendí mejor cuando ella dice: «La posibilidad de la muerte se ha integrado perfectamente en mi
vida. Es una paradoja: si se excluye la muerte, nunca se tendrá una vida
completa. Si se la acepta, la vida se enriquece». Me estaba pasando algo
parecido, en cuanto a descubrimiento: cuando los amigos y la familia me
deseaban que mejorase, algo me decía que eso por supuesto era deseable –y por
eso rezábamos por todos–, pero no era aquello para lo que el hombre, en última
instancia, está hecho. No puede ser que mi felicidad, mi plenitud, dependa de
que yo esté sana.
La muerte es un hecho: tiene que haber algo en esta
vida que desafíe a la muerte; que sea más grande y más fuerte que la muerte. De
hecho, en algunos momentos me resultó claro cuál es el punto clave de la
existencia: «En la vida y en la
muerte, somos del Señor», dice san Pablo. Una amiga que es de riesgo por su
delicada salud me escribió la primera noche diciéndome que se estaba haciendo
las pruebas porque no se encontraba bien.
Esto también me
hizo pensar que no podía ser que todo se terminase en la muerte física,
comprendiendo una derrota para el alma, que también habría de desaparecer con
el cuerpo (gracias a Dios, mi amiga dio negativo en el test y está bien). Por
la experiencia de la relación de estos años con el Señor, uno tiene suficientes
elementos para hacer el juicio de que la muerte no es la última palabra sobre
nuestra existencia. Es
imposible que el amor que Dios nos profesa a sus criaturas se termine en algún
punto. Un padre es padre para siempre: ¡cuánto más lo será el Padre de
todos!
Terminando de curarme desde casa
Al cabo de siete días tuvimos que abandonar el
hospital porque se estaban quedando ya sin camas y nosotras podíamos terminar
de curarnos en casa. Estuve dos semanas encerrada en mi habitación. En ese
tiempo se me respondió a mi pregunta sobre la muerte. Leí una biografía
preciosa sobre santa Catalina de Siena, de Sigrid Undset (¡sí, por fin tuve
fuerzas para leer!), y pude comprender, o recordar –como quien sabía algo que
olvidó hace tiempo– que la muerte significa un paso de esta vida a la vida
verdadera, donde Jesús nos está esperando, y donde se colmará, por fin, hasta
el último anhelo de nuestro corazón. No habrá satisfacciones penúltimas, sino
un gozo último. Entonces
comprendí que todos los que están muriendo están, realmente, pasando a una vida
mejor. Como somos humanos, se nos olvida fácilmente que quien nos ha creado
nos está esperando para que, cada uno en su momento, volvamos a Él. Si uno lo
piensa en serio, ¿qué mayor gozo podrá encontrar una criatura, por sí misma
finita, que el de unirse definitivamente a su Creador, que es quien nos vuelve
infinitos?
Una vez en casa, seguí redescubriendo a la Iglesia:
me conectaba a las 12 con el Vaticano para rezar el Ángelus y el Rosario, me
apunté a las misas del arzobispo de Madrid... Más tarde me uní a las misas del
Papa, a quien estoy pudiendo conocer como nunca me habría imaginado que fuera
posible. Simplemente conocerlo a través de sus movimientos físicos (su caminar,
su bendecir con la cruz) y de sus moniciones de entrada y homilías está siendo
para mí una revolución.
Para mí el Papa
antes era alguien respetable, cuyas indicaciones seguía, pero con el corazón
lejos, inconsciente, ignorante de quién es ese Francisco, de su forma de hablar
y de estar en silencio, de las distintas formas concretas de su paternidad.
Para mí esto ha supuesto un antes y un después. Por otro lado, también estuve rezando por
teléfono con una amiga que había cogido el virus y lo estaba pasando sola en su
casa. Las palabras de las oraciones cobran tanta más densidad cuando
son dos «los que se reúnen en mi nombre». Todo ha sido pura gracia, gratis.
Vivir el presente
El tener una casa a la que volver es algo que
tampoco di por descontado; y una casa donde se me fuera a proporcionar un
cuidado que exigía unas reglas muy estrictas de higiene para que mis compañeras
de piso no se contagiaran. En
casa también se me daba «el pan de cada día».
Cuando todavía se podía circular por Madrid, varios
amigos y familiares se pasaron a verme. Al vivir en un primer piso, me asomaba
a la ventana y hablábamos por ahí. Ver rostros se convirtió en toda una fiesta; también cuando me
cruzaba, de lejos, con alguna compañera de piso era una bendición poder ver sus
ojos, su sonrisa...
Este tiempo ha sido muy rico para mí porque es como si el Señor me
hubiera devuelto a la verdad de lo que soy: una pequeña alma, pecadora, que
por la gracia del Bautismo es hija de Dios. Me ha ayudado a volver a la Fuente
de todo, y a darme cuenta de la facilidad con que me adueño de las cosas,
dejando a Dios de lado, como un adorno en mi vida. El COVID-19 me ha obligado a
vivir el presente –no podía trabajar, no podía hacer planes, ni siquiera a
futuro–.
Entonces, solo
podía esperar del instante que estaba viviendo. Estaba en mi habitación y
estábamos solo Dios y yo («Nos hemos quedado solos, Dios y yo», dice Hillesum
en sus diarios). Es como si el Señor me hubiera quitado todas las distracciones
para que, por fin, me dignara a mirarle a Él, y así recuperar la vida.
Gracias a este tiempo, y también al libro sobre la
santa de Siena, he recuperado el sentido de la oración: de expresar a Dios una petición y rezar pidiéndole ayuda por
esta persona en concreto, por el padre de la otra, por el amigo de tal otro... Esa
lectura me ha ayudado a comprender, de nuevo, que Jesús nos escucha e
intercede; que la oración es un diálogo entre yo misma y Alguien viviente; y lo
respetuoso que es el Señor con nosotros.
Una tarde pensé:
«Qué fuerte: tú, Señor, me has estado esperando todo este tiempo, y lo has
hecho en silencio, no me has obligado a volver a tu lado». Sentía como si
hubiera estado de viaje en destinos que, en última instancia, no eran la
respuesta a mi sed. Jesús, en cambio, sí es el destino; sí es la respuesta. Jesús
nunca me va a forzar a quererlo, pero ¡cuánto me pierdo yéndome de viaje a
destinos penúltimos!
«Es fácil volver a dejar a Jesús en
un rincón»
Ahora que ya puedo salir de mi cuarto, he vuelto a caer muchas veces en
esa distracción, en esa falta de confianza... Al poder trabajar y
tener energía para hacer algunas cosas más, se me hace fácil volver a dejar a
nuestro silencioso Jesús en un rincón, como un mendigo que espera su turno y no
se atreve a pedir nada. En este sentido, soy la misma Carla que antes; lo que
ahora tengo que hacer es pedir que esa conciencia que ha durado algunos días
muy particulares de mi vida se me conceda vivirla el resto de mis días en esta
tierra.
En resumen:
ahora siento que he comprendido algunas cosas, pero la partida estará abierta
hasta que nos encontremos cara a cara con Él. Es una relación libre –no existe
otra más libre– que requiere de todo mi ser. Mi responsabilidad de cara a mi
propia plenitud y de cara al bien de mi prójimo es suplicar al Señor que me
conceda quedarme en este destino bueno, y aprender de lo sucedido: cuidar la
oración personal; cuidar esa relación entre Él y yo, que es insustituible, y
participar lo más posible en la vida de la Iglesia.
Hay un salmo en que le pedimos al Señor: «Que el
corazón no se me quede desentendidamente frío». El haber vivido el COVID-19 desde el principio me ha hecho
sentir como míos a todos los enfermos. Ahora corro el riesgo de olvidarme de
ellos, al haberme curado e involucrarme en mil cosas. Para que esto no me
pase, procuro seguir rezando a diario por personas con nombres y apellidos
concretos, ya sean conocidos míos o de mis amigos; sabiendo, quizá como hacía
tiempo que no sabía, que hay Alguien escuchando al otro lado. Ahora que he
vuelto a reconocer a Jesús como el significado de la vida, pido no sólo por la
curación de los enfermos, sino, sobre todo, por su conversión y la de todos,
pues ¿para qué vivir sin Él? También quiero seguir leyendo vidas de santos, por
el bien tan grande que me ha hecho profundizar en santa Catalina de Siena.
Tiempo de conversión
En Semana Santa uno intuye que es posible ser
tratado con gloria y dignidad porque hay Uno que ha dado su vida para que así
sea. Gracias al sacrificio de Jesús puedo percibir el amor de mi Creador por mí
sin haber derramado yo una gota de sangre. Creo que este momento de COVID-19,
si estamos disponibles en el corazón, puede ser un tiempo de gracia, de
conversión (dentro de que ninguno queremos el virus); de volver a descubrir
nuestra naturaleza de hombres heridos, amados y, por ello, salvados. ¿Por qué no pedir al Espíritu
Santo la conversión para todos? Para Él no hay barreras que valgan en tiempos
de pandemia: puede moverse con libertad, puede abrazarnos, puede tocar
nuestro corazón... Puede sentarse a nuestro lado y sufrir con nosotros, y
escucharnos, y respondernos. Él es la respuesta.
Fuente: ReL