¿Cuál es tu
bienaventuranza?
Todo
el dolor concentrado ante sus ojos. Tanto dolor cargado en las manos, en el
pecho de tantas vidas que sufren. Jesús tiene compasión de todos ellos. Se
compadece del hombre débil que carga una carga imposible.
Me
gusta la mirada de Jesús sobre mi vida. Se conmueve. Se compadece. Me mira con
una misericordia infinita. Miro mi alma, la pobreza más profunda, la del
despojo de todo. Miro mi sed y mi hambre. Escucho el grito que brota en mi
alma. Me detengo en mi tristeza. ¿Por qué lloro yo? ¿Qué me falta?.
Llega
Dios, para tocarme, para consolarme. Jesús me llama dichoso, feliz,
bienaventurado. Es una paradoja. Mis lágrimas me harán feliz porque me
consolarán. Y el consuelo que trae Jesús es un consuelo que sana.
Lo
que Jesús me dice es que le importan mi dolor, mi pequeña vida, mis
intereses, mi pobreza, mi hambre. No tanto mis logros. Me muestra un
Dios que no exige, que sólo da. Tiene un corazón inmenso en el que quepo. Tal
como soy. Desde mi realidad. En mi pecado.
No
tengo que ser perfecto. Puedo estar sufriendo y Él me sostiene. Ha salido a
buscarme a los caminos, a los montes. Y me dice que estoy llamado a ser feliz.
Que tengo derecho a ser feliz. Pase lo que pase. Aunque esté triste.
“Nos
volvemos tristes si no logramos que alguien nos quiera, o si no tenemos algo
necesario para desarrollarnos, o si nos frustramos. Nos ponemos tristes porque
se nos va un objeto muy preciado, o perdemos algo, un ser muy querido, o la
familia que soñamos, o el trabajo, la salud, o la memoria, los recuerdos, la
vida”[1].
Hay
muchas razones que me hacen vivir una vida infeliz. Sufro. Me entristezco.
Por la pérdida, por el dolor. No quiero sufrir más. Jesús me dice hoy que
quiere que sea feliz. Que no sufra por cosas poco importantes. Que ante las
importantes confíe más en sus manos sosteniéndome.
Y
me dice cosas que me sorprenden. Su mensaje me parece una contradicción. ¿Cómo
va a ser feliz el que llora, el perseguido, el calumniado? Normalmente me
afecta lo que pasa a mi alrededor. No soy feliz cuando lloro, cuando
experimento el odio y el rechazo.
En
mi angustia no soy feliz. Vivo tenso, nervioso. Escucho los juicios de los
hombres y me importan. Imagino el juicio de Dios sobre mi vida, y me importa. Deseo
un cielo que no llega.
Las
palabras de Jesús están llenas de misterio. Me las dirige a mí. Soy yo
quien está llamado a ser feliz en mi sufrimiento. No sin dolor. No lo
entiendo.
Es
verdad que me gustaría vivir esa felicidad en la tierra en medio de la
tribulación. Cuando las cosas no funcionan. Cuando fracaso y no logro el éxito.
Cuando pierdo y no tengo lo que deseo. Cuando no poseo las estrellas infinitas
que anhelo.
Tengo
un instinto de felicidad que despierta en mi alma el deseo de ser feliz aquí y
ahora. Pero muchas cosas atadas a mi corazón no me dejan ser feliz. Sé que si
lo pido Dios eliminará en mí lo que me quita la paz.
Decía
el padre José Kentenich: “El Espíritu extirpará lo enfermo y desechará lo
falso; pero preservará y potenciará lo sano. Dios nos creó y sabe lo que nos
hace falta”[2].
Dios
sabe lo que me hace falta. Aunque yo me empeñe en decidir mi camino de
felicidad. ¿La felicidad que me promete es sólo para la vida eterna? No quiero
que sea así. Quiero una felicidad en mitad de mi camino. No encomendarme
sólo a ese paraíso que sueño y da sentido a mis pasos.
Cuando
lloro quiero ser feliz. Cuando me insultan quiero tener a Jesús en el centro y
descansar. Cuando me calumnian y rechazan. Cuando me atacan y descalifican.
Cuando se ríen de mí y no cuentan conmigo. Quiero vivir alegre y contento.
Es
un don de Dios. Una gracia que me puede conceder. Mi tesoro es mi pobreza.
Mi felicidad es mi tristeza. Soy mirado y amado profundamente en lo que
soy, en lo que vivo, en lo que me falta. Así me imagino yo en medio de esa
muchedumbre en la montaña. Mirado por Jesús.
Pienso
en la bienaventuranza que diría mirándome a los ojos. La mía.
Me
gusta la bienaventuranza de ser pobre, porque la promesa es en presente. Es la
única. Y yo, quiero estar con Jesús ahora, cada día, desde mi barro pobre. En
mi pobreza. Cuando estoy vacío. Cuando no tengo nada en qué sostenerme. Él me
sostiene. Es el camino más humano.
Dios
consuela mis lágrimas, sacia mi sed. No estoy solo. Él va a mi lado. Quiero
aprender a descentrarme para que Jesús esté en el centro. No deseo vivir
pensando en mi yo. En lo que me hace falta a mí para tener paz.
“Las
preocupaciones nos vuelven como referencia a nosotros mismos. Expresan mi
preocupación, mi carga que tengo que arrastrar. El cambio es el que nos
lleva de la referencia al yo a la referencia a Dios. La referencia al tú.
Volverse hacia Dios”[3].
La
única forma de ser feliz en medio de mi vida es mirar más a Jesús. ¿Cuál es mi
bienaventuranza? No mi tarea, sino mi regalo. En medio de mi miseria miro
a Jesús. Él es el centro de mi vida. Guardo con cariño mi bienaventuranza.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia