¡MARAVILLOSO! TANTO, TANTO QUE AGRADECER…

Seguir a Jesús no se logra en la mera obediencia a la ley, sino en la capacidad de entrar en la gratuidad del don

Cuando atravesamos un fuerte dolor, frente al cual luchamos por reaccionar, tenemos la impresión de morir lentamente, sentimos que la vida nos deja y la luz se apaga lentamente.

Cuando las personas con las que contamos nos abandonan, cuando los eventos toman un giro que no esperábamos y decimos “estar en pedazos”, sentimos que, poco a poco, el sufrimiento nos destroza el corazón.


Nos damos cuenta de que el dolor nos aísla, nos encierra, que ya no podemos ver las cosas con claridad y mucho menos actuar con positivismo y agradecimiento.

Vivir desde el agradecimiento no es fácil. No se llega allí sin haber permitido que el dolor nos golpee. El agradecimiento nos encuentra cuando hemos atravesado la oscuridad y ahora podemos ver de forma diferente.

Algunos pasajes en la Biblia nos hablan del agradecimiento. Probablemente el que se nos viene primero a la mente es el del leproso agradecido.

Los leprosos del Evangelio son esos que están muriendo lentamente, son esos que se están desmoronando, que no pueden mantener juntas las piezas de su vida. Son personas aisladas, condenadas a relegarse a espacios solitarios para no contaminar a otros con su sufrimiento.

Nuestra cultura tiende a alejar a los que sufren, queremos evitar ver, pero sobre todo queremos evitar ser infectados por el dolor.

Y es paradójico, porque a veces, como cristianos, queremos vivir así: sin sufrir. Queremos simplemente hacer las cosas bien para lograr que el sufrimiento no nos toque.

Y cuando llegan los momentos de dolor, nos rebelamos y nos llenamos de bulla para no escuchar las llamadas que, Dios, a través del sufrimiento, nos hace.

El verdadero seguimiento de Jesús no se logra en la mera obediencia a la ley, sino en la capacidad de entrar en la gratuidad del don.

Los primeros nueve leprosos -como es el caso de muchos de nosotros- viven un seguimiento formal, hacen lo que deben, van a presentarse a los sacerdotes para formalizar su curación.

Pero no se dan cuenta de que solo uno está verdaderamente curado, un samaritano, uno que no comparte la adoración en el Templo. Es él el único que regresa para agradecer el regalo recibido.

En la vida, a menudo somos las personas más correctas, pero apenas nos convertimos en personas agradecidas. Hacemos lo que tenemos que hacer, pero rara vez vivimos la experiencia de la gratuidad del amor.

Incluso la fe se convierte solo en la explicación de un culto que no nos mueve el corazón. Parece que hemos cumplido con nuestro deber, quizás incluso muy bien y escrupulosamente, pero no hemos entrado en la gratuidad de la vida.

Por eso dicen que el agradecimiento es la memoria del corazón, porque tal cual, ser agradecido es dejar que se mueva el corazón.

Hacer memoria significa caer en la cuenta de que soy amado, y esta memoria del corazón, me invita a ver que soy amado cuando parece que no lo soy o que incluso ni lo merezco.

Por eso vivir en la gratuidad de la vida requiere una memoria atenta del corazón que me recuerde que todo es don, que todo es de Dios y vuelve a Dios, que nada es mío y que por eso debo estar profundamente agradecido, pues como dice San Ignacio:

Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro: disponed de ello según vuestra voluntad”.

Como el leproso del Evangelio, recuerda siempre volver y decir gracias cada vez que la misericordia de Dios una las piezas que caen en tu vida.

Luisa Restrepo

Fuente: Aleteia