Le cortaron la cabeza (era el año 316). Y después de su muerte empezó a obtener muchos milagros de Dios en favor de los que le rezaban
Dominio público |
Al conocer su gran santidad, el pueblo lo eligió
obispo.
Cuando estalló la persecución de Diocleciano, se fue
San Blas a esconderse en una cueva de la montaña, y desde allí dirigía y
animaba a los cristianos perseguidos y por la noche bajaba a escondidas a la
ciudad a ayudarles y a socorrer y consolar a los que estaban en las cárceles, y
a llevarles la Sagrada Eucaristía.
Cuenta
la tradición que a la cueva donde estaba escondido el santo, llegaban las
fieras heridas o enfermas y él las curaba. Y que estos animales venían en gran
cantidad a visitarlo cariñosamente. Pero un día él vio que por la cuesta arriba
llegaban los cazadores del gobierno y entonces espantó a las fieras y las alejó
y así las libró de ser víctimas de la cacería.
Entonces los cazadores, en venganza, se lo llevaron
preso. Su llegada a la ciudad fue una verdadera apoteosis, o paseo triunfal,
pues todas las gentes, aun las que no pertenecían a nuestra religión, salieron
a aclamarlo como un verdadero santo y un gran benefactor y amigo de todos.
El gobernador le ofreció muchos regalos y ventajas
temporales si dejaba la religión de Jesucristo y si se pasaba a la religión
pagana, pero San Blas proclamó que él sería amigo de Jesús y de su santa
religión hasta el último momento de su vida.
Entonces fue apaleado brutalmente y le desgarraron con
garfios su espalda. Pero durante todo este feroz martirio, el santo no profirió
ni una sola queja. El rezaba por sus verdugos y para que todos los cristianos
perseveraran en la fe.
El gobernador, al ver que el santo no dejaba de
proclamar su fe en Dios, decretó que le cortaran la cabeza. Y cuando lo
llevaban hacia el sitio de su martirio iba bendiciendo por el camino a la
inmensa multitud que lo miraba llena de admiración y su bendición obtenía la
curación de muchos.
Pero hubo una curación que entusiasmó mucho a todos.
Una pobre mujer tenía a su hijito agonizando porque se le había atravesado una
espina de pescado en la garganta. Corrió hacia un sitio por donde debía pasar
el santo. Se arrodilló y le presentó al enfermito que se ahogaba. San Blas le
colocó sus manos sobre la cabeza al niño y rezó por él. Inmediatamente la
espina desapareció y el niñito recobró su salud. El pueblo lo aclamó
entusiasmado.
Le cortaron la cabeza (era el año 316). Y después de
su muerte empezó a obtener muchos milagros de Dios en favor de los que le
rezaban. Se hizo tan popular que en sólo Italia llegó a tener 35 templos
dedicados a él. Su país, Armenia, se hizo cristiano pocos años después de su
martirio.
En la Edad Antigua era invocado como Patrono de los
cazadores, y las gentes le tenían gran fe como eficaz protector contra las
enfermedades de la garganta. El 3 de febrero bendecían dos velas en honor de
San Blas y las colocaban en la garganta de las personas diciendo: "Por
intercesión de San Blas, te libre Dios de los males de garganta". Cuando
los niños se enfermaban de la garganta, las mamás repetían: "San Blas
bendito, que se ahoga el angelito".
A San Blas, tan amable y generoso, pidámosle que nos
consiga de Dios la curación de las enfermedades corporales de la garganta, pero
sobre todo que nos cure de aquella enfermedad espiritual de la garganta que
consiste en hablar de todo lo que no se debe de hablar y en sentir miedo de
hablar de nuestra santa religión y de nuestro amable Redentor, Jesucristo.
Fuente: ACI