HUMILDAD
II. El egoísmo
y la soberbia.
III. Para
crecer en la humildad.
«Y llamando a la
muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la
salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?
O, ¿qué dará el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de
mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre
también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado
de sus santos ángeles» (Marcos 8, 34-38).
I. Dios ha de ser en todo
momento la referencia constante de nuestros deseos y proyectos. La tendencia a
dejarse llevar por la soberbia perdura en el corazón del hombre hasta el
momento de su muerte. El soberbio tiende a apoyarse exclusivamente en sus
propias fuerzas, y es incapaz de levantar su mirada por encima de sus cualidades
y éxitos; por eso se queda siempre a ras de tierra.
El
soberbio excluye a Dios de su vida: no le pide ayuda, no le da las gracias;
tampoco experimenta la necesidad de pedir apoyo y consejo en la dirección
espiritual, y no evita las ocasiones en las que pone en peligro la salud de su
alma.
Dios
-enseña el Apóstol Santiago- da su gracia a los humildes y resiste a los
soberbios (4,6). No queramos prescindir del Señor en nuestros proyectos.
Nuestra vida no tiene sentido sin Cristo; no debe tener otro fundamento. Todo
quedaría desunido y roto si no acudiéramos a Él en nuestras obras.
II. La humildad está en el
fundamento de todas las virtudes y constituye el soporte de la vida cristiana.
A esta virtud se opone la soberbia y su secuela inevitable de egoísmo. El
egoísta no sabe amar, busca siempre recibir, porque en el fondo sólo se ama a
sí mismo. Cuántas veces hemos experimentado la enseñanza de Santa Catalina de
Siena: el alma no puede vivir si amar y cuando no ama a Dios se ama
desordenadamente a sí misma, y de este amor desgraciado “el alma no saca otro
fruto que soberbia e impaciencia” (El Diálogo).
Con
la gracia de Dios, hemos de vivir vigilantes, combatiendo la soberbia en sus
variadas manifestaciones: la vanidad, la vanagloria, y el desprecio de los demás.
¡No permitas, Señor, que caiga en ese desgraciado estado, en el que no
contemplo Tu rostro amable, ni veo tampoco tantas virtudes y cualidades que
poseen de quienes me rodean!
III. Para adquirir esta
virtud, debemos pedirla al Señor, ser sinceros ante nuestras equivocaciones,
errores y pecados, y ejercitarnos en actos concretos de desasimiento del yo. De
ella nacen incontables frutos, especialmente la alegría, la fortaleza, la
castidad, la sinceridad, la sencillez, la afabilidad, la magnanimidad. La humildad
de Nuestro Señor es la roca firme para edificar nuestra humildad.
Contemplemos
la vida de Santa María: Dios hizo en Ella cosas grandes “porque vio la bajeza
de Su esclava”
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org