San Pablo el ermitaño con su vida de silencio, oración y meditación en medio del desierto, ha movido a muchos a apartarse del mundo y dedicarse con más seriedad en la soledad a buscar la eterna salvación
Dominio público |
La vida de este santo fue escrita por el gran sabio San Jerónimo, en el año 400.
Nació hacia el año 228,
en Tebaida, una región que queda junto al río Nilo en Egipto y que tenía por
capital a la ciudad de Tebas.
Fue bien educado por sus
padres, aprendió griego y bastante cultura egipcia. Pero a los 14 años quedó
huérfano. Era bondadoso y muy piadoso. Y amaba enormemente a su religión.
En el año 250 estalló la
persecución de Decio, que trataba no tanto de que los cristianos llegaran a ser
mártires, sino de hacerlos renegar de su religión. Pablo se vio ante estos dos
peligros: o renegar de su fe y conservar sus fincas y casas, o ser atormentado
con tan diabólica astucia que lo lograran acobardar y lo hicieran pasarse al
paganismo con tal de no perder sus bienes y no tener que sufrir más torturas.
Como veía que muchos cristianos renegaban por miedo, y él no se sentía con la
suficiente fuerza de voluntad para ser capaz de sufrir toda clase de tormentos
sin renunciar a sus creencias, dispuso más bien esconderse. Era prudente.
Pero un cuñado suyo que
deseaba quedarse con sus bienes, fue y lo denunció ante las autoridades.
Entonces Pablo huyó al desierto. Allá encontró unas cavernas donde varios
siglos atrás los esclavos de la reina Cleopatra fabricaban monedas. Escogió por
vivienda una de esas cuevas, cerca de la cual había una fuente de agua y una
palmera. Las hojas de la palmera le proporcionaban vestido. Sus dátiles le
servían de alimento. Y la fuente de agua le calmaba la sed.
Al principio el
pensamiento de Pablo era quedarse por allí únicamente el tiempo que durará la
persecución, pero luego se dio cuenta de que en la soledad del desierto podía
hablar tranquilamente a Dios y escucharle tan claramente los mensajes que Él le
enviaba desde el cielo, que decidió quedarse allí para siempre y no volver
jamás a la ciudad donde tantos peligros había de ofender a Nuestro Señor. Se
propuso ayudar al mundo no con negocios y palabras, sino con penitencias y
oración por la conversión de los pecadores.
Dice San Jerónimo que
cuando la palmera no tenía dátiles, cada día venía un cuervo y le traía medio
pan, y con eso vivía nuestro santo ermitaño. (La Iglesia llama ermitaño al que
para su vida en una "ermita", o sea en una habitación solitaria y
retirada del mundo y de otras habitaciones).
Después de pasar allí en
el desierto orando, ayunando, meditando, por más de setenta años seguidos, ya
creía que moriría sin volver a ver rostro humano alguno, y sin ser conocido por
nadie, cuando Dios dispuso cumplir aquella palabra que dijo Cristo: "Todo
el que se humilla será engrandecido" y sucedió que en aquel desierto había
otro ermitaño haciendo penitencia. Era San Antonio Abad.
Y una vez a este santo
le vino la tentación de creer que él era el ermitaño más antiguo que había en
el mundo, y una noche oyó en sueños que le decían: "Hay otro penitente más
antiguo que tú. Emprende el viaje y lo lograrás encontrar". Antonio
madrugó a partir de viaje y después de caminar horas y horas llegó a la puerta
de la cueva donde vivía Pablo. Este al oír ruido afuera creyó que era una fiera
que se acercaba, y tapó la entrada con una piedra. Antonio llamó por muy largo
rato suplicándole que moviera la piedra para poder saludarlo.
Al fin Pablo salió y los
dos santos, sin haberse visto antes nunca, se saludaron cada uno por su
respectivo nombre. Luego se arrodillaron y dieron gracias a Dios. Y en ese
momento llegó el cuervo trayendo un pan entero. Entonces Pablo exclamó:
"Mira cómo es Dios de bueno. Cada día me manda medio pan, pero como hoy
has venido tú, el Señor me envía un pan entero."
Se pusieron a discutir
quién debía partir el pan, porque este honor le correspondía al más digno. Y
cada uno se creía más indigno que el otro. Al fin decidieron que lo partirían
tirando cada uno de un extremo del pan. Después bajaron a la fuente y bebieron
agua cristalina. Era todo el alimento que tomaban en 24 horas. Medio pan y un
poco de agua. Y después de charlar de cosas espirituales, pasaron toda la noche
en oración.
A la mañana siguiente
Pablo anunció a Antonio que sentía que se iba a morir y le dijo: "Vete a
tu monasterio y me traes el manto que San Atanasio, el gran obispo, te regaló.
Quiero que me amortajen con ese manto". San Antonio se admiró de que Pablo
supiera que San Atanasio le había regalado ese manto, y se fue a traerlo. Pero
temía que al volver lo pudiera encontrar ya muerto.
Cuando ya venía de
vuelta, contempló en una visión que el alma de Pablo subía al cielo rodeado de
apóstoles y de ángeles. Y exclamó: "Pablo, Pablo, ¿por qué te fuiste sin
decirme adiós?". (Después Antonio dirá a sus monjes: "Yo soy un pobre
pecador, pero en el desierto conocí a uno que era tan santo como un Juan
Bautista: era Pablo el ermitaño").
Cuando llegó a la cueva
encontró el cadáver del santo, arrodillado, con los ojos mirando al cielo y los
brazos en cruz. Parecía que estuviera rezando, pero al no oírle ni siquiera
respirar, se acercó y vio que estaba muerto. Murió en la ocupación a la cual
había dedicado la mayor parte de las horas de su vida: orar al Señor.
Antonio se preguntaba
cómo haría para cavar una sepultura allí, si no tenía herramientas. Pero de
pronto oyó que se acercaban dos leones, como con muestras de tristeza y
respeto, y ellos, con sus garras cavaron una tumba entre la arena y se fueron.
Y allí depositó San Antonio el cadáver de su amigo Pablo.
San Pablo murió el año
342 cuando tenía 113 años de edad y cuando llevaba 90 años orando y haciendo
penitencia en el desierto por la salvación del mundo. Se le llama el primer
ermitaño, por haber sido el primero que se fue a un desierto a vivir totalmente
retirado del mundo, dedicado a la oración y a la meditación.
San Antonio conservó
siempre con enorme respeto la vestidura de San Pablo hecha de hojas de palmera,
y él mismo se revestía con ella en las grandes festividades.
San Jerónimo decía:
"Si el Señor me pusiera a escoger, yo preferiría la pobre túnica de hojas
de palmera con la cual se cubría Pablo el ermitaño, porque él era un santo, y
no el lujoso manto con el cual se visten los reyes tan llenos de orgullo".
San Pablo el ermitaño
con su vida de silencio, oración y meditación en medio del desierto, ha movido
a muchos a apartarse del mundo y dedicarse con más seriedad en la soledad a
buscar la satisfacción y la eterna salvación.
Fuente: ACI