Murió en enero de 1611. Cuando se supo la noticia de su muerte, los niños recorrían las calles cantando: "El señor Arzobispo está en la gloria obteniendo el premio de sus victorias"
Nació en la ciudad de Sevilla, España. Su padre era virrey de Nápoles. Creció sin el amor materno, porque la madre murió cuando él era todavía muy niño.
Pero en sus familiares aprendió los más admirables ejemplos de santidad. En su casa se repartían grandes limosnas a los pobres y se ayudaba a muchísimos enfermos muy abandonados.
A una
familiar suya, Teresa Enríquez. La llamaban "la loca por el Santísimo
Sacramento", porque buscaba las mejores uvas de la región para fabricar el
vino de la Santa Misa y escogía los mejores trigos para hacer las hostias, y
trataba de entusiasmar a todos por la Eucaristía.
Juan de Ribera estudió en la mejor universidad que existía en ese entonces en España, la Universidad de Salamanca, y allá tuvo de profesores a muy famosos doctores, como el Padre Vitoria. El Arzobispo de Granada escribió después: "Cuando don Juan de Rivera fue a Salamanca a estudiar yo era también estudiante allí pero en un curso superior y de mayor edad que él. Y pude constar que era un estudiante santo y que no se dejó contaminar con las malas costumbres de los malos estudiantes".
Juan de Ribera estudió en la mejor universidad que existía en ese entonces en España, la Universidad de Salamanca, y allá tuvo de profesores a muy famosos doctores, como el Padre Vitoria. El Arzobispo de Granada escribió después: "Cuando don Juan de Rivera fue a Salamanca a estudiar yo era también estudiante allí pero en un curso superior y de mayor edad que él. Y pude constar que era un estudiante santo y que no se dejó contaminar con las malas costumbres de los malos estudiantes".
Cuando tenía unos pocos
años de ser sacerdote y contaba solamente con 30 años de edad, el Papa Pío IV
lo nombró obispo de Badajoz. Allí se dedicó con toda su alma a librar a los
católicos de las malas enseñanzas de los protestantes. Organizó pequeños grupos
de jóvenes catequistas que iban de barrio en barrio enseñando las verdades de
nuestra religión y previniendo a las gentes contra los errores que enseñan los
enemigos de la religión católica. San Juan de Ávila escribió: "Estoy
contento porque Monseñor Rivera está enviando catequistas y predicadores a
defender al pueblo de los errores de los protestantes, y él mismo les costea
generosamente todos los gastos".
El joven obispo confesaba
en las iglesias por horas y horas como un humilde párroco; cuando le pedían
llevaba la comunión a los enfermos, y atendía cariñosamente a cuantos venían a
su despacho. Pero sobre todo predicaba con gran entusiasmo. Los campesinos y
obreros decían: "Vayamos a oír al santo apóstol".
En dos ocasiones vendió el mobiliario de su
casa y toda la loza de su comedor para comprar alimentos y repartirlos entre la
gente más pobre, en años de gran carestía.
El día en que partió de
su diócesis en Badajoz para irse de obispo a otra ciudad, repartió entre los
pobre todo el dinero que tenía y todos los regalos que le habían dado, y el
mobiliario que su familia le había regalado.
Arzobispo de Valencia.
Cuando lo nombraron
Arzobispo de esa ciudad, llegó allá sin un solo centavo. Muchas veces en la
vida le sucedió quedarse sin ningún dinero, por repartirlo todo entre los
pobres. Pero Dios nunca le permitió que le faltar lo necesario.
Su horario. Como
Arzobispo se levantaba a las cuatro de la madrugada. Dedicaba dos horas a leer
la Sagrada Escritura y otros libros religiosos. Otras dos horas las dedicaba a
la celebración de la Santa Misa y rezar los Salmos. Luego durante dos o tres
horas preparaba sus sermones. Desde mediodía hasta la noche atendía a las
gentes. Todo el que quisiera hablar con él, hallaba siempre abierta la puerta
de la casa Arzobispal.
Visitó once veces las
290 parroquias rurales de su arzobispado. Hasta los sitios más alejados y de
más peligrosos caminos, allá llegaba a evangelizar y a visitar sus fieles
católicos y a administrar el Sacramento de la Confirmación. Después de emplear
todo el día en predicar, en confirmar y en atender a la gente, los párrocos
notaban que en cada parroquia se quedaba hasta altas horas de la noche
estudiando libros religiosos. Desde 1569 hasta 1610 hizo 2,715 visitas
pastorales a las parroquias y los resultados de esas visitas los dejó en 91
volúmenes con 91,000 páginas.
Celebró siente Sínodos,
o reuniones con todos los párrocos para estudiar los modos de evangelizar con
mayor éxito a las gentes. Los decretos de cada Sínodo eran poquitos y bien
prácticos para que no se les olvidaran o se quedaran sin cumplir. Todos estos
sínodos tenían por objeto principal obtener que los sacerdotes se hicieran más
santos.
Su trato con los
sacerdotes.
Trataba a todos y cada
uno de los sacerdotes con la más exquisita cortesía y amabilidad. Cada uno de
ellos podía exclamar: "Lo aprecio porque tuvo tiempo para mí". Cada
año les hacía dedicar unos diez días en silencio para hacer Retiros Espirituales.
Siempre les advertía francamente los errores que debían corregir, pero las
correcciones las hacía en privado y lejos de los demás. A un joven sacerdote
que iba a comenzar a confesar y a dar dirección espiritual le dijo: "Mire
hijo que usted es muy mozo, y su oficio es peligroso". Y es que él mismo
recién ordenado de sacerdote tuvo sus peligros. Un día una joven penitente, con
pretexto de que se iba a confesar, le declaró que estaba enamorada de él. Y
Juan rechazó valientemente aquella trampa y después logró que aquella pobre
pecadora se convirtiera.
En el colegio, en la
Universidad y ahora como obispo, lo que lo libró siempre de caer en las trampas
de la impureza fue practicar mucho la mortificación y el dedicar bastante
tiempo a la oración. Se cumplía en su vida lo que dijo Jesús: "Ciertos
malos espíritus sólo se alejan con la oración y la mortificación".
Le agradaba mucho dar
clases de catecismo a los niños. El en persona los preparaba a la Primera
Comunión. La gente veía con agrado al Arzobispo sentado en un taburete en la
mitad del patio, rodeado de muchos niños, enseñándoles el catecismo. Les
repartía dulces, monedas y otros regalitos a los que respondían mejor las
preguntas del catecismo, y a los más pobres les regalaba el vestido de la
Primera Comunión.
Para los jóvenes que
tenían nobles ideas puso un colegio en su propia casa arzobispal, y allí los
iba formando con todo esmero y muy buena disciplina. Del colegio de San Juan de
Ribera salieron un cardenal, un Arzobispo, doce obispos, numerosos religiosos y
muchos líderes católicos.
El rey lo nombró Virrey
de Valencia, y así llegó a ser al mismo tiempo jefe religioso y jefe civil. Y
la tranquilidad que en mucho tiempo no reinaba en aquella región, llegó como
por encanto. El personalmente se preocupaba porque se administrara justicia con
toda seriedad.
Una vez vino alguien a
decirle que un juez le estaba haciendo injusticia en un pleito. El Sr.
Arzobispo se fue donde el juez y le pidió que revisara todo el expediente. Y el
inocente fue absuelto. Después el juez contaba: "un rico me había ofrecido
dinero para que fallara en contra del inocente. Pero vino el Sr. Arzobispo y me
convenció y me obligó a hacer justicia y logré que mi conciencia quedara en
paz".
La Santa Misa la
celebraba con tal devoción que al acólito le decía que después de la elevación
podía retirarse, pues él duraba hasta dos horas en éxtasis allí ante Jesús
Sacramentado, después de elevar la Santa Hostia.
Cansado de ver que la
gente era muy indiferente para la religión le pidió al Papa que le quitara de
aquel cargo, pero el Sumo Pontífice le pareció que él era el más indicado para
ese arzobispado y le rogó que hiciera el sacrificio de seguir en ese sagrado
oficio. Y así por 42 año estuvo de Arzobispo de Valencia obteniendo enormes
frutos espirituales.
Murió en enero de 1611.
Cuando se supo la noticia de su muerte, los niños recorrían las calles
cantando: "El señor Arzobispo está en la gloria obteniendo el premio de
sus victorias".
Durante los funerales,
en el momento de la elevación de la Santa Hostia en la misa, los que estaban
junto al cadáver vieron que abría los ojos y que el rostro se le volvía
sonrosado por unos momentos, como adorando al Santísimo Sacramento.
El Papa San Pío V
lo llamaba "La lumbrera de todos los obispos españoles". Hizo muchos
milagros. Fue beatificado en 1796 y fue declarado Santo por el Papa Juan XXIII
en 1960.
Fuente: EWTN