LLAMADA DE LOS PRIMEROS DISCÍPULOS
Dominio público |
II. La
santificación del trabajo. El ejemplo de Cristo.
II. Trabajo y
oración.
“Después que Juan fue
entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la
Buena Nueva».
Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de
Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo:
«Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres». Al instante,
dejando las redes, le siguieron. Caminando un poco más adelante, vio a
Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca
arreglando las redes; y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre
Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras Él” (Marcos
1,14-20).
I. Después del Bautismo,
con el que inaugura su ministerio público, Jesús busca a aquellos a quienes
hará partícipes de su misión salvífica. Y los encuentra en su trabajo
profesional. Son hombres habituados al esfuerzo, recios, sencillos de
costumbres. Al pasar junto al mar de Galilea -se lee en el Evangelio de la
Misa-, vio a Simón y a Andrés, que echaban las redes en el mar, pues eran
pescadores. Y les dijo Jesús: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y
cambia la vida de estos hombres.
Los
Apóstoles fueron generosos ante la llamada de Dios. Estos cuatro discípulos
-Pedro, Andrés, Juan y Santiago- conocían ya al Señor, pero es éste el momento
preciso en el que, respondiendo a la llamada divina, deciden seguirle del todo,
sin condiciones, sin cálculos, sin reservas. Así la siguen hoy muchos en medio
del mundo, con entrega total en un celibato apostólico. Desde ahora, Cristo
será el centro de sus vidas, y ejercerá en sus almas una indescriptible
atracción.
En
medio de nuestro trabajo, de nuestros quehaceres, nos invita Jesús a seguirle,
para ponerle en el centro de la propia existencia, para servirle en la tarea de
evangelizar el mundo. «Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de
nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con
voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et
faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré
pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos».
Nos
elige y nos deja -a la mayor parte de los cristianos, los laicos- allí donde
estamos: en la familia, en el mismo trabajo, en la asociación cultural o
deportiva a la que pertenecemos... para que en ese lugar y en ese ambiente le
amemos y le demos a conocer a través de los vínculos familiares, o de las
relaciones de trabajo, de amistad...
II. El Señor nos busca y
nos envía a nuestro ambiente y a nuestra profesión. Pero quiere que ese trabajo
sea ya diferente. «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la
tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña -la última que ha descubierto
la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana- pela patatas.
Aparentemente -piensas- su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta
diferencia!
»-Es
verdad: antes "sólo" pelaba patatas; ahora, se está santificando
pelando patatas».
Para
santificarnos con los quehaceres del hogar, con las gasas y las pinzas del
hospital (¡con esa sonrisa habitual ante los enfermos!), en la oficina, en la
cátedra, conduciendo un tractor o delante de las mulas, limpiando la casa o
pelando patatas..., nuestro trabajo debe asemejarse al de Cristo, a quien hemos
contemplado en el taller de José hace unos días, y al trabajo de los apóstoles,
a quienes hoy, en el Evangelio de la Misa, vemos pescando. Debemos fijar nuestra
atención en el Hijo de Dios hecho Hombre mientras trabaja, y preguntarnos
muchas veces: ¿qué haría Jesús en mi lugar?, ¿cómo realizaría mi tarea?
Ningún
cristiano puede pensar que, aunque su trabajo sea aparentemente de poca
importancia -o así lo juzguen con ligereza algunos, con sus comentarios
superficiales-, puede realizarlo de cualquier modo, con dejadez, sin cuidado y
sin perfección. Ese trabajo lo ve Dios y tiene una importancia que nosotros no
podemos sospechar «Me has preguntado qué puedes ofrecer al Señor. -No necesito
pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero mejor acabado, con un remate de
amor, que te lleve a pensar más en Él y menos en ti».
III. Para un cristiano que
vive cara a Dios, el trabajo debe ser oración -pues sería una gran pena que
«sólo» pele patatas, en vez de santificarse mientras las pela bien-, una forma
de estar a lo largo del día con el Señor, y una gran oportunidad de ejercitarse
en las virtudes, sin las cuales no podría alcanzar la santidad a la que ha sido
llamado; es, a la vez, un eficaz medio de apostolado.
Oración
es conversar con el Señor, elevar el alma y el corazón hasta Él para alabarle,
darle gracias, desagraviarle, pedirle nuevas ayudas. Esto se puede llevar a
cabo por medio de pensamientos, de palabras, de afectos: es la llamada oración
mental y la oración vocal; pero también se puede hacer por medio de acciones capaces
de transmitir a Dios lo mucho que queremos amarle y lo mucho que lo
necesitamos. Así pues, oración es también todo trabajo bien acabado y realizado
con visión sobrenatural, es decir, con la conciencia de estar colaborando con
Dios en la perfección de las cosas creadas y de estar impregnando todas ellas
con el amor de Cristo, completando así su obra redentora, cumplida no sólo en
el Calvario, sino también en el taller de Nazaret.
Si
Jesucristo, a quien hemos constituido en centro de nuestra existencia, está en
el trasfondo de todo lo que realizamos, nos resultará cada vez más natural
aprovechar las pausas que hay en toda labor para que esa «música de fondo» se
trasforme en auténtica canción. Al cambiar de actividad, al permanecer con el
coche parado ante la luz roja de un semáforo, al acabar un tema de estudio,
mientras se consigue una comunicación telefónica, al colocar las herramientas
en su sitio..., vendrá esa jaculatoria, esa mirada a una imagen de Nuestra
Señora o al Crucifijo, una petición sin palabras al Ángel Custodio, que nos
reconfortan por dentro y nos ayudan a seguir en nuestro quehacer.
Como
el amor sabe encontrar recursos, es ingenioso, sabremos poner algunas
«industrias humanas», algunos recordatorios, que nos ayuden a no olvidarnos de
que a través de lo humano hemos de ir a Dios. «Pon en tu mesa de trabajo, en la
habitación, en tu cartera..., una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la
mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te
alcanzará -¡te lo aseguro!- la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo
amoroso con Dios».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org