En su interior alberga una joya preciosa del arte
cristiano: la imagen más antigua de la Virgen María
![]() |
Foto: Cortesía de la Pontíficia Academia de Arte
Sacro
|
Cuando Roma tuvo problemas con la reforma luterana usó las catacumbas
como respuesta a todos los ataques lanzados contra la Iglesia. «Eran llamadas
arsenales de la fe.
Mostrar que aquí estaban las primeras señales monumentales
del cristianismo era una gran respuesta ante las críticas de haberse alejado de
los orígenes», asegura Fabrizio Bisconti, miembro de la Pontificia Comisión
para la Arqueología Sacra. El pasado noviembre el Papa pisó por primera vez
una, la de Priscilla.
Los primeros seguidores de
Cristo crecieron a la sombra del Imperio romano y dejaron la impronta de su fe
varios metros bajo el suelo. Es ahí, en el terreno de la ciudad capitolina
sepultado y ocultado durante siglos, donde se erigieron las catacumbas,
kilométricos cementerios verticales y subterráneos, exclusivos para cristianos,
con estrechas galerías que albergaban varias filas de nichos donde depositaban
los cuerpos apilados en espera de la resurrección de la carne.
«Hay una clara diferencia
con las necrópolis paganas, situadas a los márgenes del sendero consular, que
se ve a simple vista. En las catacumbas no hay pomposos mausoleos o
inscripciones largas con mucha información. Solo se escribe el nombre de
Bautismo del difunto y, como mucho, un mensaje de paz para la eternidad, pero de
siempre de forma muy sobria y sencilla. Es un sistema igualitario para todos»,
reseña el profesor Fabrizio Bisconti, superintendente arqueológico para las
catacumbas de la Pontificia Comisión para la Arqueología Sacra.
Las catacumbas no nacen con
el cristianismo, pero en las primeras comunidades es evidente el deseo de ser
sepultados en comunidad. Es uno de los primeros signos de identidad. En toda
Roma se calcula que hay unas 50, aunque solo cinco son visitables y ni siquiera
están excavadas y exploradas en su totalidad. Hasta el pasado 2 de noviembre el
Papa no había pisado una. Para rezar por los todos los difuntos escogió las
catacumbas de Priscilla, situadas en la antigua calle Salaria, una ruta de
época prerromana por la que se trasportaba la sal que llega desde el mar. Debe
su nombre a una doncella romana de la poderosa familia de los Acilios que donó
estas fincas de cemento puzolánico a los cristianos.
En su interior alberga una
joya preciosa del arte cristiano: la imagen más antigua de la Virgen María. «Se
trata de un fresco del 230 d. C. de trazo rápido y simple, pero de incalculable
belleza. María viste una túnica que deja al descubierto los brazos y lleva la
cabeza cubierta por un velo. Se inclina de forma maternal hacia el Niño,
desnudo. Delante de María hay un personaje masculino, vestido con capa que
indica con la mano derecha levantada en alto hacia una estrella pintada en
color ocre. Él trasmite la idea mesiánica de la profecía. Es una escena
sugestiva de una vehemente ternura y a la vez de una extrema profundidad
teológica», señala Bisconti.
De tumbas a monumentos
venerados
La humedad, los hongos y la
mufa traen de cabeza a los especialistas que tratan de conservar como pueden
estos frescos, a menudo frente a la incuria y la dejadez del sistema público
italiano. Hoy la iconografía cristiana es esencial desde un punto vista de la
historia del arte y la historia de las civilizaciones y del pensamiento humano
y religioso en general. Pero en el pasado cumplía, sobre todo, una función de
catequesis. «Era considerada como la Biblia de los pobres, de los analfabetos»,
dice el experto, que evoca otras pinturas de gran importancia como la
resurrección de Lázaro, el sacrificio de Abraham o el arca de Noé. Los motivos
bíblicos son mayoría, pero en las catacumbas de Priscilla hay otros de origen
pagano como la representación de las estaciones para ocupar las esquinas de los
techos en espacios angulares, o el ave fénix en la hoguera.
Al principio del siglo V
las catacumbas dejaron de cumplir su función funeraria. En el año 410, las
tropas visigodas comandadas por Alarico arrasaron la capital del Imperio romano
en un episodio brutal que ha pasado a la Historia como el saqueo de Roma. La
ciudad ya no era segura. Durante la Edad Media se convirtieron en un monumento
venerado. Los peregrinos del norte de Europa llegaron a la Ciudad Santa no solo
para rezar ante las tumbas de san Pedro y san Pablo, sino también para rendir
honores a los primeros mártires que están sepultados en las catacumbas.
Con los siglos, fueron
desapareciendo del paisaje hasta que se descubrieron a finales del 1500, en
plena Contrarreforma. «Roma tenía problemas con la Reforma luterana y usaba las
catacumbas como respuesta a todos los ataques lanzados contra la Iglesia. Eran
llamadas arsenales de la fe. Mostrar que aquí estaban las primeras señales
monumentales del cristianismo era una gran respuesta ante las críticas de
haberse alejado de los orígenes», incide Bisconti.
Distorsión histórica
La película Quo
Vadis (1951) ha grabado en nuestra retina esa imagen de los
cristianos, acosados por el poder romano, viviendo en la clandestinidad de las
catacumbas. Nada más lejos del rigor histórico. «Es mentira que se escondieran
en las catacumbas. Para realizarlas, debían comprar un trozo de tierra o
servirse de una donación. De modo que las autoridades romanas sabían
perfectamente dónde estaban. Celebraban la Eucaristía en las casas, que pasaban
más desapercibidas. Como mucho, lo que hacían en las catacumbas eran
refrigerios en ocasión del aniversario de la muerte del difunto o del mártir»,
destaca Bisconti.
Otro mito muy recurrente
del cine con poco fundamento científico es que las persecuciones a los
cristianos fueron sistemáticas y continuadas durante los primeros siglos.
«Dependiendo de los emperadores y de los gobernadores de las provincias hubo
momentos en los que se desata la persecución, pero también hay momentos de paz.
Sería imposible de otra manera que nos hubieran llegado escritos de los tres
primeros siglos, porque en una situación extrema de persecución continua no hay
espacio para la escritura», apunta el catedrático de Patrología Jerónimo Leal.
La primera persecución es
la de Nerón, aunque también el emperador Claudio publicó un edicto de expulsión
contra los judíos en el siglo I, en un momento en el que no había una
distinción clara entre judíos y cristianos. Las autoridades romanas
justificaban que los cristianos eran peligrosos para la paz del imperio.
«Creaban inestabilidad porque no se les veía favorables a convivir con los
demás. Se apartaban de las actividades normales de los ciudadanos romanos, ya
fueran comerciales, políticas o de cualquier otra índole como los espectáculos,
porque tenían siempre una conexión muy estrecha con el culto a las divinidades
paganas. Los cristianos las evitaban para no caer en el peligro de idolatría»,
explica.
El edicto de Constantino
Las persecuciones más
crueles fueron las del emperador Decio en el siglo III y las del emperador
Diocleciano en el siglo IV. Todo aquel que no reverenciase con actos de culto
al emperador se delataba como cristiano y merecía la muerte. Quemaron los
libros sagrados y destruyeron los templos. El régimen del terror acabó en el
siglo IV con el Edicto de Milán firmado por Constantino. «El número de
cristianos alcanzó una masa crítica tal, que más valía por la paz del imperio
que los cristianos pudieran celebrar sus reuniones y celebraciones a la luz del
día y de forma autónoma. El emperador no solo lo permitió, sino que sufragó dos
medidas fundamentales: copias de la Biblia y la construcción de iglesias»,
subraya Leal.
Así, en poco tiempo, el
Imperio romano pasó de asimilar todos los cultos a las divinidades de los
pueblos que iba conquistando a abrazar el monoteísmo de la fe cristiana. Una expansión
exponencial que todavía fatigan en explicar los expertos. «La mayoría de los
bautizados en el Imperio romano eran adultos. No había costumbre de bautizar a
los recién nacidos, por lo que los cristianos tenían una fe muy firme; rezaban
juntos y asistían a la Eucaristía.
Fue una propagación de la
fe por contagio. No había grandes masas congregadas en una plaza ante un
predicador que les hablaba, sino que los paganos querían convertirse al ver
cómo se comportaban los cristianos. Los veían como una gran familia que se
amaba mucho y que compartía todo. La caridad cobró un sentido práctico muy
tangible. Por ejemplo, los cristianos que eran muy piadosos con los cuerpos, se
preocupaban de enterrar a los niños muertos abandonados por sus familias que se
encontraban en las orillas del río Tíber», relata el profesor.
El estudioso, que dirige el
Departamento de Historia de la Iglesia en la Pontificia Università della Santa
Croce y en 2018 publicó Los primeros cristianos en Roma (Ediciones
Rialp), hace hincapié en la importancia de las apologías: respuestas que daban
los cristianos para defenderse de las acusaciones vertidas contra ellos no solo
por las autoridades romanas, sino también por sus vecinos paganos.
«Les acusaban de incesto
porque se llamaban entre ellos hermanos y se pensaban que todos tenían el mismo
padre y madre. También de canibalismo, porque no sabían qué era eso de comer el
cuerpo de Cristo. Además, se imaginaban que tenía que ser de alguien pequeño,
de un niño, y para comérselo pues tenían que matarlo antes; así que también les
imputaban infanticidios», describe. «Es muy bonito ver cómo los mismos acusados
que van a morir mártires intentan convencer al juez para que se haga como
ellos», agrega.
La persecución contra los
cristianos sigue siendo un drama de dimensiones colosales. Según los últimos
datos de Ayuda a la Iglesia Necesitada, más de 394 millones de cristianos viven
persecución o discriminación en algún punto del planeta.
Victoria Isabel Cardiel C.
Ciudad del Vaticano
Ciudad del Vaticano
Fuente: Alfa y OPmega