LOS FRUTOS DE LA CRUZ
II. Sus frutos en la vida
cristiana.
III. Acudir a Jesús y a
María en la enfermedad y en la contradicción.
“En aquel tiempo, mucha gente
acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: -«Si alguno se viene conmigo y no
pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y
a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no
lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros,
si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a
ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede
acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este hombre
empezó a construir y no ha sido capaz de acabar. ¿0 qué rey, si va a dar la
batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres
podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro
está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo
vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío»” (Lucas
14,25-33).
I. La
Cruz es el símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención
del mundo. El Señor empleó la expresión tomar la cruz en diversas ocasiones
para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos ante el dolor y la
contradicción (Lucas 14, 27 y 9, 23). Nadie se escapa al dolor; parece como si
éste derivara de la misma naturaleza del hombre.
Sin
embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado.
Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. El
pecado de Adán, transmitido a sus descendientes, alteró los planes divinos, y
con el pecado entraron en el mundo el dolor y la muerte. Pero el Señor asumió
el sufrimiento humano a través de su Pasión y Muerte en la Cruz, y así
convirtió los dolores y penas de esta vida en un bien inmenso.
Si
nosotros aceptamos con amor el dolor que el Señor permite para nuestra
santificación personal y la de toda su Iglesia, el dolor tiene sentido y nos
convertimos en sus verdaderos colaboradores en la obra de la salvación.
II. El
árbol de la Cruz está lleno de frutos: nos ayuda a estar más desprendidos de
los bienes de la tierra, de la salud... Las tribulaciones son una gran
oportunidad de expiar nuestras faltas y pecados de la vida pasada, y nos mueven
a recurrir con más prontitud y constancia a la misericordia divina.
Las
contrariedades, la enfermedad, el dolor... nos dan ocasión de practicar muchas
virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la humildad, la identificación con
la voluntad divina), y nos dan la posibilidad de ganar muchos méritos. Existen
épocas en la vida en las que se presenta abundantemente: no dejemos que pase
sin que deje bienes copiosos en el alma.
III. Cuando
nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien encontraremos consuelo y ayuda.
En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio.
Junto al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no resistiremos mucho. Con Él, nos
sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de las
dificultades, como hicieron los santos.
El
Señor también nos ayudará a ver las pruebas con más objetividad, a no dar
importancia a lo que no la tiene, y a no inventarnos penas por falta de
humildad, o por exceso de imaginación.
Acudamos
a Nuestra Señora para que Ella nos enseñe a sacar fruto de todas las penas que
hayamos de padecer, o que estemos pasando en esos días.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org