El reproche y la queja son actitudes que nos están diciendo
que todavía no somos capaces de reconocer a Dios en el hermano
El eremita le señaló el
secreto: el Mesías estaba de nuevo encarnado entre ellos y no le habían
reconocido.
El abad, cuando regreso,
lo contó a sus hermanos: en uno de ellos estaba el Mesías.
- ¿Quién sería?, se
preguntaron.
Por si acaso, comenzaron
a tratarse de diferente manera. El monasterio cambió y las vocaciones
renacieron. Pero lo más importante fue el descubrir una forma nueva de oración:
Dios también habla a través del hermano”
Después
de ver nuestra vida como resucitados hemos caído en la cuenta de que, cuando
nos olvidamos de ello, nos vamos instalando, nos vamos acomodando… no hacemos
nada para superarnos y poco a poco nos vamos encerrando en sí mismos, mientras
nuestra vida se vuelve aburrida, mediocre y vulgar.
Antes
de resucitar todo nos parecían derechos, sin ninguna obligación. Todo eran
reproches contra los demás: porque no me entiende, porque no me habla con
amabilidad, porque me juzga injustamente… Vivíamos en la mediocridad, sin
encontrar nada para agradecer a nadie, todo lo que hacían por nosotros, era
algo que merecíamos debido a lo “bueno” que éramos. Mientras, casi sin
apercibirnos de ello, íbamos entrando en la tibieza, y la apatía.
Qué
significativo que fuese eso mismo, lo que le pasaba al monasterio que nos
plasma la parábola de hoy. Los monjes, de tanto vivir en la rutina, habían
perdido el resplandor, la luz, la frescura… y se habían refugiado en la dejadez
y el abandono.
Sin
embargo llama la atención observar, cómo son capaces de salir de su agujero
cuando al convento llega la ilusión. Ya no se ven como “muebles” pertenecientes
al mismo salón, sino como seres vivos capaces de mejorar su trato, su entrega,
su confianza…
Cada
uno comienza a ser capaz de reconocer todo lo que el otro hace por él, intenta
agradecerlo, empieza a vivir para los demás… y la mediocridad ya no tiene
cabida en el entorno, ni la tibieza tampoco. Todo vuelve a surgir, todo se
renueva.
La
persona que se aleja del agradecimiento acaba por darse lástima a sí misma,
despreciando las soluciones que se le presentan para solucionar su situación.
Lo
hemos visto con claridad. ¡Cuántas veces se ha instalado en nuestro corazón la
mediocridad por no haber sabido encajar los tragos amargos de la vida!
Cuánta
gente encontramos repitiendo siempre los mismos reproches y cuantas veces nos
hemos visto nosotros haciéndolo igual. Son unos pesados –hemos dicho- ¡No! Ahí
hay mucho más que pesadez, esas quejas reiteradas nos están alertando de que,
en ese fondo, queda mucho por sanar.
Necesitamos
salir de esta situación pidiéndole al Señor que nos dé un corazón
misericordioso, como el suyo.
Pidámosle
que nos ayude a ver que el reproche y la queja son actitudes que nos están
diciendo que todavía no somos capaces de reconocer a Dios en el hermano y que,
el que no entra en la misericordia y la comprensión ni sabe vivir, ni deja
vivir a los demás.
Aceptemos
todo eso que no nos gusta de nuestra vida. Sanémoslo. Dios no puede querer nada
malo para nosotros. Es posible que muchas situaciones de las que se nos
plantean no nos agraden, pero seguro que tienen algo de positivo para nuestra
existencia.
Desterremos
de nuestra vida la mediocridad. Los mediocres son los que tiran la toalla y
viven sin esperanza.
Curemos
nuestra pequeñez con una vida de entrega y afecto a los demás. Y, cómo no,
curémosla también con una profunda vida de Oración, pues es la única manera de
aceptar todo eso que sin mirar al Señor, sería imposible acogerlo. Ya que:
La mediocridad, consiste
en estar delante de la grandeza y no darse cuenta de ello.
Por
Julia Merodio
Fuente:
Betania.es