Cristo
es el rey anunciado por los profetas que se convertiría en pastor de su pueblo,
un pastor que busca la oveja perdida para llevarla a su redil, es decir, a su
reino
El año litúrgico se cierra con
la solemnidad de Cristo Rey. Quizás la costumbre de llamar rey a Cristo nos
lleva a considerar aspectos de su realeza y olvidar otros. Es rey porque vendrá
al fin de los tiempos a juzgar a vivos y muertos y establecer su reino para
siempre; es rey porque tiene autoridad sobre el universo; es rey porque establece
su soberanía en los suyos.
En un momento de su vida las
turbas quisieron hacerle rey porque les había dado de comer. También Pilato le
pregunta si era rey. Jesús se lo confirma, pero al mismo tiempo
corrige el concepto de realeza del procurador: «Yo para esto he nacido —le
replica Jesús— y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la
verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37).
¿Cuál es la verdad de Cristo?
A esta pregunta responde el evangelio de hoy
con la dramática y conmovedora escena de las burlas a Cristo crucificado
en el Calvario. Las autoridades religiosas, los soldados y el pueblo se burlan
de Cristo a propósito del letrero que Pilato mandó poner en lo alto de la cruz:
«Este es el rey de los judíos». A ese escenario de burlas se une también uno de
los condenados con él. Todos le piden que se salve a sí mismo, que baje de la
cruz y demuestre su realeza. En medio de las burlas, el otro malhechor, lanza
esta súplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Poco importa la idea que se
había hecho aquel pobre hombre del reino de Cristo. Simplemente convirtió las
burlas en oración, y, dado que aquel misterioso crucificado padecía un suplicio
inmerecido, se acogió a su supuesta realeza. La respuesta a su oración no se
hizo esperar: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso», le dijo
Jesús, que no entrará sólo en su reino sino acompañado de un ladrón agonizante
en cuyo corazón se ha establecido su realeza.
Volvamos a los aspectos
olvidados de la realeza de Cristo. Cristo es Rey porque se hizo esclavo
—recordemos el lavatorio de los pies— y asumió la ignominia de la cruz como
camino para establecer su reinado. La verdad de Cristo aparece en la cruz
superando la tentación de salvarse a sí mismo. El Hijo de Dios no se despojó de
su gloria eterna para buscar la gloria humana. Asumió nuestra condición humana
para salvarnos por el camino de su entrega sacrificial.
Cristo es el rey anunciado por
los profetas que se convertiría en pastor de su pueblo, un pastor que busca la
oveja perdida para llevarla a su redil, es decir, a su reino. Porque el reino
de Cristo está donde está él, y donde está él quiere que estén los suyos. Por
eso, la manifestación de la realeza de Cristo como pastor, aparece con todo su
esplendor y grandeza en las palabras dichas al ladrón agonizante: «Hoy estarás
conmigo en el paraíso».
Esta identificación de reino y
paraíso no es casual. El Reino de Dios, que en este pasaje del ladrón
arrepentido, pasa a ser Reino de Cristo, comporta la plena satisfacción de los
deseos de felicidad que el hombre alberga en su corazón. Pertenecer a Cristo,
ya en este mundo, es participar de su alegría, que será totalmente plena en el
paraíso. Esto significa que los cristianos, como el buen ladrón, debemos mirar
a Cristo como el único que puede introducirnos en su reino: la gloria eterna.
Comentando este pasaje dice el
teólogo H.U. von Balthasar que «se trata del primer barrunto de la soberanía
regia de Jesús sobre el mundo entero». Un barrunto que nos llega de los labios
de un agonizante que sólo se apoya en la muerte, el último enemigo del hombre.
La realeza de Cristo, su universal soberanía, aquello que hace de él un ser
único en la historia, se establece precisamente en salvar de la muerte a
quienes le invocan con fe.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia